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lunes, 18 de mayo de 2015

LA MALA BUENA SUERTE


Más fondoarmario. Hay años en que no está una para nada.






Imagen tomada de vayasemestre.blogia.com





EL MUNDO ES UN PAÑUELO


Braulio García Cordovilla estaba harto. El día que accedió a satisfacer el primer y costoso capricho de su por entonces novia, estaba tan enamorado que no cayó en la cuenta de que acababa de firmar su condena. Una condena a 35 años de trabajos forzados, pues por fuerza tuvo que trabajar hasta doce horas diarias durante todo ese tiempo ya que menos no habrían bastado para callar las bocas, pedigüeñas insaciables, de su mujer y sus tres hijas. Y los que le quedaban porque, funcionario ante todo, se sabía destinado a cumplir los sesenta y cinco al pie del cañón y, lo que sería aún peor, a seguir satisfaciendo la demanda ilimitada de sus cuatro lobas con una pensión que nunca sería para tirar cohetes.

De modo que aquel lunes, cuando fue a sellar su boleto de lotería primitiva y la lectura del boleto de la semana anterior casi revienta la pantalla de la máquina expendedora, comprendió que había llegado la hora de resarcirse de tanto esfuerzo en beneficio ajeno. Quiso la suerte que el feliz acontecimiento tuviera lugar en una administración lo bastante alejada de su domicilio como para que el empleado que lo atendió no le conociera de nada por lo cual se limitó a darle la enhorabuena y a indicarle dónde y cómo conocer la cuantía del premio y hacerlo efectivo.

Al día siguiente, después de una noche en la que se había despertado, varias veces, sobresaltado por un sueño en el que le confesaba el premio a su mujer, corrió literalmente a enterarse de su importe que resultó ser una cantidad de euros equivalente a cuarenta millones (Braulio no había conseguido dejar de pensar en pesetas) de la antigua moneda. La cantidad le pareció perfecta pues no era tan alta que no pudiera pasar desapercibida ni tan pequeña que no le permitiera llevar a cabo el plan que, como polluelo que rompe el cascarón y se lanza a la vida, había hecho eclosión en su cerebro la tarde del día anterior. Calculando un gasto de un millón de pesetas por año, podía permitirse el lujo de llegar a centenario sin preocuparse por la cuestión económica.

Con el boleto en el bolsillo, se dirigió a la oficina central de una importante entidad bancaria y, de entre todos los empleados, eligió al que, por su aspecto de joven tiburón de las finanzas, parecía el más adecuado para la operación que quería llevar a cabo. Apenas tardó veinte minutos en conseguir que el joven cerrara la transacción por la cual su boleto pasaba a ser propiedad de un cliente del banco interesado en sacar a la luz una parte de su dinero B y a sus manos llegaba un discreto paquete de billetes morados.


Dos semanas más tarde, en la terraza del hotel, al borde de la playa de Paralimni, Braulio García Cordovilla se tomaba un vaso de tsipouro acompañado de una ración de keftedakia mientras miraba al mar y agradecía la brisa que aliviaba el calor del Sur de la Hélade. Nunca, en su larga vida de trabajador, se había imaginado que fuera tan satisfactorio, tan placentero, el vivir sólo para uno mismo, el no tener más ocupación ni preocupación que la de buscar su propio bienestar. Apuró el vino, se comió la última albóndiga y cerró la revista de automóviles que había estado ojeando. Tal vez se comprara un coche pequeño, empezaba a apetecerle conocer el país.

Se detuvo un instante a la entrada del comedor del hotel para echar un vistazo a las mesas. La víspera había llegado un contingente de turistas noruegos entre los que, a su mirada, había destacado una madurita, impar entre tantas parejas, muy apetecible. Tan absorto estaba en el intento de localizarla entre los comensales que no se percató de la mole masculina que se había acercado a él a grandes zancadas, con los brazos abiertos de par en par.

—¡Braulio! —exclamó la mole, que correspondía al corpachón de su vecino Gervasio, el del 5º derecha —¿Qué haces tú aquí?

La sorpresa fue tan brutal que no tuvo tiempo de componer otro gesto que el del estupor.
—¡Madre mía! ¡Braulio!, ¿no me reconoces? ¡Soy Gervasio, tu vecino! ¡La alegría que se va a llevar tu mujer cuando sepa que has aparecido!

4 comentarios:

  1. Está visto, no se pueden hacer planes, en cualquier sitio puede saltar la liebre y, estropearlos. ¡Menuda sorpresa!
    Besitos

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    1. Estropearlos, estropearlos... El final no es definitivo, a lo mejor Braulio consigue convencer a su vecino de que no se chive...
      Un beso, Rosa preciosa.

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  2. Pobre Braulio! Es que uno no se puede escapar de las mujeres, jaja
    Un abrazo.

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    1. A mí también me da penica el pobre Braulio así que, como le digo a Rosa más arriba, prefiero pensar que al final todo se queda en el susto.
      Un abrazo, Josep.

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