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domingo, 27 de abril de 2014

EL ABOGADO ESCÉPTICO


Un poquito de misterio. Justo el que cabe en ciento veinte palabras.






UN EXTRAÑO CASO

El abogado se puso en pie para recibir a su visitante. Se saludaron con un apretón de manos y, con un gesto,  el abogado indicó que podían sentarse en los sillones que quedaban frente al ventanal que daba al jardín.
—Gracias por dedicarme tu tiempo, Utterson.
—No tienes que darlas, amigo. ¿Puedo ofrecerte una copa de brandy?
—Sí, gracias. Me ayudará a…
—¿A contarme eso tan terrible que me has anunciado?
—Sí.
El abogado llenó dos copas, bebió de la suya y el visitante le imitó.
—Y, bien… ¿de qué se trata?
—Utterson, amigo… necesito ayuda. Creo que tengo doble personalidad.
El abogado no pudo contener una carcajada.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué clase de tontería es esa, Jekyll?

miércoles, 23 de abril de 2014

LA VIDA LOCA

Jugarretas del destino. En ciento veinte palabras.








RITUAL DE APAREAMIENTO


Se encontraron de pronto, en medio de la noche, y quedaron fascinados.  A ella le gustaron sus ademanes de joven conquistador y a él lo rindió la cadencia con que ella movía la cintura.
Sin dejar de moverse, se estudiaron durante un buen rato, mirándose fijamente, observando gestos y giros, coqueteando con un descaro que ninguno de los dos quería disimular.
Al cabo de unos minutos, comprendieron que el encuentro no había sido casual, que el destino los había unido aquella noche para que la convirtieran en la noche de su vida.
Enredados, felices, empezaron a girar en una danza alocada y sensual.
Ciegos de deseo, no lo vieron llegar.

Su noche se aplastó contra el faro delantero del camión.

domingo, 20 de abril de 2014

HASTA EL DOMINGO


Cuando se es fan de "Vaya semanita", ese programa genial de ETB, la televisión vasca, es inevitable caer en la tentación. Pero estoy segura de que Josu me perdona esta pequeña irreverencia. Está hecha con cariño y, además, seguro que Él también es del mismo centro de Bilbao.





Entrada al Santo Sepulcro en la Iglesia de la Resurrección en Jerusalén




HASTA EL DOMINGO



Abrió los ojos lentamente. Lo primero que notó fue la dureza de la piedra en la espalda y los músculos entumecidos. Al parecer, había dormido un buen rato y eso le alegró, pues significaba que se había ahorrado unas cuantas horas de aburrimiento. Se estiró como un gato perezoso, apartó la sábana (qué áspero le resultaba el tacto del lino) y se sentó al borde de la losa. Se inclinó hacia delante y, a tientas, buscó una hendidura en la piedra.
Apenas tardó unos segundos en encontrar lo que buscaba. Era un objeto negro, cuadrado, del tamaño de la palma de su mano. Levantó la tapa y una luz azulada iluminó su rostro. Pulsó una tecla, se llevó el objeto a la oreja y esperó.

—Hombre, Josu —dijo una voz—, ¿qué tal estás, cómo ha ido todo?
—Bien, Miguel, todo bien —contestó—. Oye, ¿está Aita por ahí?
—Andaba por aquí hace un rato, sí, ¿quieres hablar con él?
—Sí, pásamelo, por favor.
Se levantó y empezó a caminar alrededor de la estancia.
—¿Qué pasa, Josu? —preguntó alguien con voz grave y potente.
—Hola, Aita, ¿qué tal?
—Por aquí todo bien. ¿Y tú, cómo estás?
—Aburrido como un hongo, de eso quería hablar contigo.
—¿Aburrido? ¿Cómo que aburrido?
—Joder, Aita, aburrido, ¿no sabes lo que quiere decir “aburrido”? Que aquí no hay tele ni consola ni txiquitos ni nada, ni siquiera una miserable baraja para hacer un solitario. Que no tengo nada que hacer, hostias, que me aburro.
—Ya, y… ¿qué quieres que haga? Tienes que quedarte ahí hasta el domingo por la mañana.
—Pues eso, quiero que me des permiso para salir antes.
—¿Salir antes? ¿Tú estás loco, pues? ¿Te imaginas el pifostio que se montaría?
—¿Pifostio? No veo por qué.
—Josu, no me jodas, ¿has hecho lo más difícil y ahora te vas a rajar en lo más fácil?  
—Es que este sitio me produce claustrofobia.
—Y a mí las tonterías me dan urticaria, leches. Salir antes, salir antes… ¿Qué hago con los soldados que hacen guardia en la puerta, eh?
—Eso es fácil, mándales al ángel que tiene que dormirlos.
—No puedo, tengo a todos los ángeles de puente, el puente de Pésaj, ¿sabes? Y los que no están de puente tienen trabajo.
—Aita, porfa…
—¡Que no, coño! ¡Que te tienes que quedar ahí hasta el domingo! Imagina que te despistas y te apareces a alguien. Se organiza un pollo que no veas y a continuación vienen Isaías, Zacarías y todos los demás a pedir mi cabeza por haberles jodido las profecías.
—Joder, Aita, eres la hostia…
—Ni hostia ni leches. Quieto ahí hasta que amanezca el domingo y llegue María Magdalena. Y si te aburres cuenta ovejas. O juega al  Candy Crush.
—Se me han acabado las vidas…
—Ahora te mando unas cuantas por Facebook.

Bajó la tapa y suspiró con resignación. No había nada que hacer. Se quedaría hasta el domingo, hasta que María Magdalena estuviera a punto de llegar. Cuando Aita decía que no… era que no. Siempre había tenido un carácter muy fuerte.

miércoles, 16 de abril de 2014

INSOMNIO

Es muy probable que, en este caso, la naturaleza imitara al arte.







MADRUGADA


Se despierta todas las noches una o dos veces. En medio de un sueño sin imágenes, abre los ojos súbitamente a la penumbra del dormitorio. Bajo el peso de su cuerpo, el colchón se ha convertido en algo hostil que la rechaza, que castiga su espalda y sus hombros con punzadas de dolor. Entonces se incorpora y nota un alivio casi inmediato. Sin abrir los ojos, tantea con los pies buscando las zapatillas y se levanta. A las cuatro de la mañana la casa se ha quedado fría y, a tientas, busca la bata que dejó abandonada en la butaca. Se la pone mientras camina pasillo adelante, hacia la cocina, sin encender ninguna lámpara porque sus ojos, cerrados todavía, no necesitan ver para alcanzar su destino.

Los entorna un poco al llegar frente a la puerta del frigorífico y, antes de abrirla, se prepara para el impacto de la luz de su interior, que se multiplica con la oscuridad de la noche. Alcanza el envase del zumo de naranja, llena un vaso, se sienta a la mesa y enciende un cigarrillo. Sigue a oscuras, la luminosidad de la luna llena le basta para saber dónde está el cenicero, para alcanzar el vaso y beberse de un trago casi todo el zumo.

Apoya el brazo en la mesa y abre la mano para que sirva de apoyo a la cabeza que los hombros se niegan a sostener. Suspira y fuma. Cierra los ojos y fuma. Siente el cuerpo invadido por una fatiga indefinible que pide a gritos una tregua, un descanso, y se pregunta qué motivos tendrá la cama para negárselos, qué le habrá pasado a su sueño que ya no sirve para reparar durante la noche los desperfectos diurnos.

Da la última calada y apaga el cigarrillo con desgana, como si le diera lástima la brasa que deja de brillar. Con un movimiento mecánico lleva la mano al bolsillo de la bata y toca el papel, el sobre doblado por la mitad que esconde la carta manuscrita que recibió una mañana.

La prensa del día anterior había escondido la noticia en una esquina de la sección de Internacional. “Fotógrafo español muerto en una emboscada en Kosovo”. Pero la carta había llegado al día siguiente: “Mamá, no te haces idea de lo que es esto, ya te lo contaré cuando vuelva, no sabría cómo escribirlo. Pero estoy haciendo muy buenas fotos, el jefe me ha felicitado”.

No quiso saber nada de llamadas telefónicas a horas extrañas ni de trámites internacionales ni de ceremonias ni de funerales. Se quedó en casa leyendo la carta una y otra vez.


Ahora se despierta una o dos veces cada noche. Camina a tientas hasta la cocina, se toma un zumo de naranja o un vaso de leche y se fuma un cigarrillo mientras piensa que quizás al día siguiente llegue, por fin, otra carta de su hijo.

sábado, 12 de abril de 2014

ENTRE FOGONES


Un relato... gastronómico. Y hasta aquí puedo leer.





Imagen tomada de www.cincovillas.com


GATO POR LIEBRE



 Yo se lo había dicho cientos de veces pero ya sabéis cómo era, que se creía el más listo del mundo, que pensaba que nunca le iba a pasar nada y no le hacía caso a nadie.

Su madre tuvo problemas con él desde bien pequeño porque se le escapaba en cuanto se descuidaba un segundo. Como se fuera a por la comida o se entretuviera un poco con alguno de sus hermanos, él aprovechaba y se escabullía, salía a todo correr, le daba igual hacia dónde, el caso era escaparse, darse una vuelta por los alrededores o, incluso, aventurarse a cruzar la calle y meterse en el taller mecánico, y luego la madre tenía que andar buscándolo por todos los rincones del patio, por la casa, incluso por las calles cercanas. Cuando lo encontraba, lo agarraba por el pescuezo y lo llevaba de vuelta a casa pero él no aprendía, en cuanto la madre se daba la vuelta, él volvía a marcharse, a fisgonear por las casas de los vecinos, a meterse en corrales y huertas, a colarse por cualquier puerta que encontrara abierta.

Yo le decía a su madre que no se preocupara, que cuando creciera sería más sensato, más consciente del peligro, pero en el fondo yo sabía que le estaba mintiendo, que el que nace lechón muere marrano y no cambiaría con el tiempo, pero igual tenía que decírselo, por consolarla un poco más que otra cosa, que yo a la madre siempre la aprecié mucho, que la conocía desde jovencita, cuando era una preciosidad de pelo negro, ojos verdes y andares egipcios, de lo más bonito que se ha visto por este pueblo, y siempre me gustó, lo confieso, pero ella nunca me prestó demasiada atención, se ve que me encontraba mayor para ella.

El tiempo me dio la razón porque el hijo no cambió nada al hacerse mayor, más bien al contrario, parecía que convertirse en adulto le daba más aplomo en sus imprudencias. De hecho, fue el primero en marcharse de casa, se fue un buen día, sin dar explicaciones a nadie, y se instaló en la casa de las terrazas, esa tan grande que está al borde de la carretera, al lado del mesón, la que tiene en la parte de atrás ese jardín tan grande, con tantos árboles.

Yo creo que se fue allí por el mesón, que siempre le había gustado mucho, más que cualquier otro lugar del pueblo. Ya desde pequeño merodeaba por allí, se paraba a la puerta y se quedaba mirando a la gente que entraba y salía, pero sobre todo le encantaba irse por la puerta trasera y espiar al cocinero y a los pinches, fisgar lo que tiraban a la basura; incluso varias veces llegó a entrar en la cocina y a quedarse escondido en un rincón hasta que el cocinero lo descubría y lo echaba de allí a patadas y maldiciendo de él y de su familia en todos los idiomas.

Yo le advertí que no jugara con ese hombre, que todos sabemos el genio que se gasta el cocinero del mesón, en el pueblo todavía se recuerda la paliza que le dio a uno del pueblo de al lado porque se atrevió a decir que sus calamares con arroz sabían a tinta más que a otra cosa; el cocinero le soltó aquello de “usted no tiene huevos para decirme eso en la calle” y a la calle se fueron los dos, a pelear con los puños. El del pueblo de al lado se fue con el rabo entre piernas y con una ceja rota y al resto del personal le quedó claro que el cocinero no era amigo de bromas y que, llegado el caso, no se andaba con miramientos.

Pero él, como siempre, no me hizo ni caso y siguió colándose en la cocina cada vez que le apetecía o que el cuerpo le pedía emociones fuertes, se ve que eso de jugar a que el cocinero le descubriera era algo que le subía la adrenalina, le haría sentirse como un héroe intrépido o algo así, quién entiende a los jóvenes.

Y, como decía la canción, lo que tenía que pasar, pasó. Yo siento que el tiempo me haya dado la razón pero era algo que se veía venir. El cocinero le pilló anoche y esta vez no le dejó salir.

A su madre le diré que se ha marchado a otro pueblo, creo que no conviene que sepa con qué está hecha la liebre a la cazadora del menú de hoy.  

domingo, 6 de abril de 2014

ENEMIGO PEQUEÑO

Un poquito de ficción científica (más ficción que científica, seguro), que hacía mucho que no.







ENEMIGO PEQUEÑO



El aullido de la alarma general le sobresaltó y se dio cuenta de que se había quedado dormido. De un rápido vistazo al reloj comprobó que habían sido solo dos minutos, una cabezada de esas que atacan en los momentos más inoportunos, la rendición a una somnolencia invencible, y que le había dado tiempo a soñar con un atardecer en un muelle, con la proa verde de un carguero que tenía el nombre pintado en blanco, con letras cirílicas; un barco en el que Carol (una Carol alegre y sonriente, ya no joven pero todavía viva) y él iban a emprender un viaje.

Vio que sus compañeros empezaban a dejar sus puestos y se disponían a salir una vez más, pero ya no se movían con el apremio y el ímpetu con que respondían a la alarma al principio de iniciarse el Plan de Defensa Espacial. Después de diez años, ya sabían lo que iban a encontrar y que no habría mucho que hacer.

—¿Dónde ha sido esta vez? —le preguntó a Ron Atkins, que pasaba junto a su lado en aquel momento.

—Red Canyon, una pequeña colonia al sur de Sean City. Unas doscientas personas.

—Mierda.


Los vehículos de la Organización para la Vigilancia Mundial atravesaban la llanura casi desértica al final de la que se levantaban los rascacielos de Sean City. Al volante de uno de ellos, Fred seguía pensando en el breve sueño del que había sido expulsado por el ruido de la alarma y lamentaba no poder saber qué destino tenía la travesía para la que Carol y él iban a embarcar. Hacía diez años que Carol había tomado la decisión de abandonarlo de la peor manera posible: había vaciado en su estómago más de treinta pastillas de somnífero. El recuerdo de su cara lívida, de sus labios amoratados, aún le visitaba cada noche.

—Atento, Fred —le advirtió Jonas, su copiloto, al ver que se desviaba un poco del rumbo.

La Organización para la Vigilancia Mundial había nacido con el propósito de defender el planeta de posibles ataques extraterrestres. Desde su fundación, doscientos años atrás, había conseguido librar a la Tierra de varios intentos de invasión dirigidos desde otros tantos puntos de la galaxia pero nunca hasta entonces los atacantes habían sido tan eficaces. Es fácil combatir contra naves de guerra, contra soldados adiestrados, es sencillo pelear contra un enemigo visible. La Unidad de Investigación había tardado cinco años en descubrir la naturaleza y la estrategia del último intento de invasión del planeta. Provenía del asteroide KJ-1205, tenía como fin el adueñarse de los grandes depósitos de agua salada de la Tierra y el arma empleada era tan simple como difícil de combatir: bacterias.

Bacterias que llegaban alojadas en bombas que naves enemigas no tripuladas, después de burlar la Barrera de Defensa, arrojaban sobre cualquier población antes de estrellarse contra la corteza terrestre. El resultado eran cientos o miles de muertos, horrorosamente desfigurados, devorados por algo que podría parecerse al ataque de un millón de hormigas. Poco cabía hacer después excepto enterrar los cadáveres, desinfectar el área afectada y ponerla en cuarentena.



Red Canyon, como todos los lugares atacados, ofrecía el terrible espectáculo de sus calles silenciosas sembradas de cadáveres sanguinolentos. Fred no pudo evitar fijarse en el de una mujer joven, rubia y delgada, tan parecida a Carol que le pareció estar viéndola morir por segunda vez. Las cuencas vacías de sus ojos estaban rodeadas por un cerco de sangre seca, apenas quedaban restos de sus labios y entre los pliegues de su ropa asomaba parte de sus intestinos.

—Te juro —le dijo a Jason— que prefería a los lagartos de ojos verdes que desencajaban la mandíbula y engullían ratas crudas.

Y se dio la vuelta para vomitar.

miércoles, 2 de abril de 2014

EL AZAR

El azar, la necesidad, la casualidad, la causalidad... Qué gran tema para hablar.






Supongo que a nadie le interesa una vida como la mía, una vida predeterminada, rigurosamente planificada de principio a fin, una vida en la que no caben variaciones ni cambios de rumbo...
Sin embargo, ahora que está llegando a su fin, ahora que mi tiempo está casi cumplido, miro atrás y, aunque la posibilidad de una vida distinta no deja de resultarme tentadora, he de reconocer a la postre que no ha sido tan mala. Incluso pienso, ahora que la madurez ha serenado mis juicios, que muchos habrían preferido mil veces la indudable comodidad del destino inamovible y la certeza de una ruta señalada de antemano, a la incertidumbre y la zozobra de la elección constante, la congoja de la responsabilidad, el peso a veces angustioso de las propias decisiones. Cuántos cambiarían, sin dudarlo, sus vidas inciertas y atribuladas por este destino mío, fijo, inmutable, en el que el azar no tiene cabida, que apenas está sujeto a las alteraciones que pueda suponer una primavera demasiado lluviosa o un verano poco caluroso.
Sí. Pensándolo bien, no ha sido tan terrible saber que cada mañana contemplaría el mismo paisaje suavemente ondulado, verde y tranquilo, las mismas casitas de frondosos y cuidados jardines, las mismas aves, los mismos vecinos...
Hablando de vecinos... aquí llega nuestro amigo, el pensador de Woolsthorpe. Ha regresado hace poco de Cambridge, ignoro el motivo aunque se han oído rumores acerca de una epidemia de peste. Qué hombre éste tan extraño... siempre con ese aire ensimismado, meditabundo, reflexivo... Al verle, cualquiera diría que en su mente se están gestando ideas que han de dividir en dos la historia del mundo.
Hoy parece cansado. Tal vez ha pasado una mala noche. Tal vez esos pensamientos que lo tienen tan absorto no le han dejado dormir.
¡Vaya!. Ahora empieza a soplar este vientecillo templado... No es muy fuerte pero no me gustan estos aires pacíficos que soplan a la hora del té. Son traicioneros y tienden a convertirse en auténticos vendavales a la menor oportunidad.
Debe de estar muy fatigado nuestro amigo, sí. Acaba de recostarse sobre la hierba y ha entornado los ojos...
¿No lo dije? Es como si Bóreas me hubiera escuchado y quisiera darme la razón: la lenta brisa de hace unos minutos se está convirtiendo en un viento que gana fuerza por momentos. Qué forma de agitar las ramas, qué forma de levantar la hojarasca...
¡Por todos los diablos del infierno!... ¿qué estoy viendo? ¡Mi pedúnculo! ¡Mi pedúnculo está a apunto de desgajarse de la rama! ¡Oh, Dios mío!, si se suelta ahora... si se suelta ahora no sólo habrá acabado mi vida dependiente sino que... ¡iré a caer justo en la coronilla de nuestro querido vecino, el señor Newton!

martes, 1 de abril de 2014

APÁTRIDAS

En especial para MAO, a modo de ilustración de nuestras charlas teológicas.







APÁTRIDAS


Fue mi madre la que me habló de él, el año pasado, en verano.
—Siempre está en la calle de Miguel Iscar, en la acera frente a la casa de Cervantes. Por las mañanas a veces está y a veces no, pero por la tarde, siempre. Y le doy algo, claro. Yo creo que está en una residencia o algo así porque se ve que le cuidan, va muy limpio…
La calle de Miguel Iscar es uno de los tramos del camino más recto entre la casa de mi madre y la mía de modo que es inevitable que, tanto ella como yo, pasemos por allí con relativa frecuencia.
Ayer le tocó a ella. Desde hace unas semanas viene cada tres o cuatro días para que le ponga una inyección. Ácido pantoténico, para el pelo, que dice que se le cae mucho. Cuando se marchó, la acompañé.
—Voy contigo, mamá, que tengo que pasar por el cajero.      
El termómetro de la plaza de Zorrilla marcaba seis grados positivos pero el aire, que había sobrevolado la nieve de los alrededores, dejaba la temperatura en bastante menos.
—Te acompaño hasta la plaza de España.
Como si llevara todo el camino pensando en ello, a la entrada de la calle Miguel Iscar habló de él.
—Cuando pasé antes por aquí ya había llegado. Se estaba quitando el pantalón del chándal. Le he dicho que cómo se le ocurría hacer eso con este frío pero me ha contestado que le da igual, que no lo siente.
Le vi de lejos, entre la gente que pasaba a su lado sin fijarse en él. En un banco cercano, la bolsa de plástico que —pensé— contenía su pantalón de chándal, parecía esperarle; en el suelo, una caja de cartón, abandonada en medio de la acera, solicitaba discretamente una ayuda mientras él paseaba arriba y abajo por delante de la verja de la casa de Cervantes, sin dirigirse a los transeúntes, sin hacer ningún gesto, serio, digno. Busqué el monedero en las profundidades del bolso y saqué un billete de cinco euros.
—¿Eso le vas a dar? —se asombró mi madre.
—Pues sí. ¿No dices que tú cada vez que pasas le das algo? Pues yo, como paso menos, se lo doy todo junto.
—Ya, mujer, pero… cinco euros…
—Seguro que muchas veces me he gastado cinco euros en cosas más tontas.
No dejé el billete en la caja de cartón, tuve miedo de que algún desaprensivo tuviera la poca vergüenza de robarlo. Se lo puse en la mano al pasar a su lado.
—¡Qué cara de alegría se le ha puesto! —dijo mi madre cuando le dejamos atrás.


Bajé con el perro a media tarde, justo cuando empezaba a llover. No me entretuve mucho, no llevaba paraguas y no me apetecía mojarme. Cuando volvíamos a casa me acordé de él, de que, seguramente, estaría en la calle de Miguel Iscar, paseando frente a la Casa de Cervantes con las piernas desnudas, aguantando el frío y aquel aire que convertía las gotas de lluvia en alfileres de hielo.
—Voy a hacer un recado —le dije a mi marido.
Y me fui a la calle de nuevo, esta vez con paraguas.

Allí estaba, la bolsa de plástico descansando en el banco, la caja de cartón en el suelo. Sus piernas no son más gruesas que mis muñecas. Una extraña mezcla de malformación y parálisis hace que sus movimientos se asemejen a los de una marioneta torpemente manejada y que cada uno de sus pasos parezca el fruto de un esfuerzo titánico.
Hoy tampoco he dejado el dinero en la caja.
—¿Por qué no te vas a casa? Hace mucho frío.
—Hoy día tres, último día para pagar alquiler y yo no tengo todo dinero que hace falta, ciento cuarenta euros…
Tenía razón mi madre: va limpio. Es más, huele bien, a ropa recién lavada. Es joven, moreno, muy delgado. Y sonríe.
—Yo trabajo una hora más y me voy… Si no pagas alquiler no quedar en habitación…
Me hace gracia ese “yo trabajo” y, por un momento, siento la tentación de darle los ciento cuarenta euros y mandarle a casa. Pero me desconcierta su sonrisa, su entereza, su dignidad.
—¿De dónde eres?
—De Bulgaria.
Aún tengo apretada su mano, noto el calor de las monedas. Presiono un poco más fuerte y sonrío para despedirme.
—Adiós.
—Adiós.

Vuelvo a casa por otra calle, esquivando los canalones que escupen chorros de agua y los paraguas de los demás transeúntes. No puedo evitar pensar que mi hija pequeña es capaz de gastarse ciento cuarenta euros en llamadas de teléfono y maldigo este mundo desquiciado, enloquecido, estúpido.
Algo que no es lluvia me moja la cara mientras pienso que un mundo así no puede ser mi patria.
Ni la de nadie.