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jueves, 28 de febrero de 2013

LA VIDA TRANQUILA

Este relato lo escribió mi amigo BlackJackk. En su día, tuvo gran éxito de crítica y público y fue el responsable de uno de los mejores ratos que Esther y yo hemos pasado frente al ordenador.



LA NEVADA

La mujer se asomó a la ventana y contempló el paisaje nevado. El jardín era una extensa alfombra blanca en la que reverberaba la luz y los abetos lucían orgullosos sus largas ramas cargadas de peso helado. A la izquierda, el silencio del crepúsculo gravitaba sobre el gallinero. Alrededor de la casa, el mundo parecía un lugar tranquilo y acogedor. Con paso tranquilo, fue hacia el armario, sacó la manta de cuadros y volvió al sofá. Se sentó junto al hombre y, desplegando la manta, tapó las piernas de ambos.
—¿Así mejor, querido? —preguntó.
El hombre sonrió agradecido.
—Mucho mejor.
La mujer se recostó contra la chaqueta de lana que ella misma había tejido y cerró los ojos, relajada.
—Qué bien se está en casa, ¿verdad?
El hombre rodeó con el brazo la espalda de la mujer y, como si cumpliera una pequeña liturgia, la besó en la frente.
—Como en casa no se está en ninguna parte, querida.
Él también cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. En momentos como aquél sentía que la vida era hermosa y que eran afortunados, muy afortunados. Tenían una linda casa en la que vivían felices y se tenían el uno al otro. ¿Se puede pedir algo más, hace falta algo más para ser feliz?
La respiración de la mujer se hizo más lenta y profunda y el hombre sonrió pensando en la facilidad que tenía su esposa para quedarse dormida en cualquier parte. Decidió hacer lo mismo, una pequeña siesta antes de la cena les vendría bien a los dos, pero antes de que empezara a aflojar los músculos, una violenta sacudida del suelo estuvo a punto de tirarlos del sofá.
—¡Otra vez! —se quejó la mujer, despertando sobresaltada.
La abrazó antes de que una segunda agitación, mucho más intensa, los hiciera rodar violentamente hasta la puerta, los arrastrara hacia el techo y los depositara en el piso de madera, junto a la chimenea apagada.
La mujer se levantó bruscamente, se sacudió las ropas y se dirigió, furiosa, hacia la ventana. Nevaba otra vez.
—¡Esa idiota! —exclamó— ¡Esa idiota ha vuelto a darle la vuelta a la bola de cristal!

domingo, 24 de febrero de 2013

DUEÑO DEL MUNDO

Hay muchas formas de sentirse dueño del mundo y la mayoría, por extraño que pueda parecer, no son económicas. He aquí una de ellas.







DUEÑO DEL MUNDO

¿Cómo no fijarse en él? ¿Cómo no distinguir su rostro entre los cientos de rostros anodinos que se desplazaban, a medio camino entre la embriaguez y la idocia,  por penumbra del pub? ¿Cómo no reconocer en sus facciones ese gesto que tanto me gusta, entre severo y cansado, que suele aparecer en la cara del que ha sido bueno toda la vida pero está a punto de pasarse al lado oscuro? El azar jugó a mi favor, desde luego. El azar, que quiso que pasara junto a mí, rozándome, cuando se separaba de la barra con tres vasos en la mano. Me pidió disculpas, le miré y me miró. Luego lo vi alejarse hacia una de las mesas del fondo. Allí le esperaba un grupo de gente (hombres, mujeres, jóvenes y no tan jóvenes) tan parecido al grupo con el que yo estaba que hubiéramos podido pertenecer a la misma empresa. “Otra cena de trabajo”, pensé, “son todas iguales, somos todos iguales”.
Sus movimientos eran suaves, casi felinos. “Seguro que tiene gato”, me dije acordándome de Misi, la linda persa que había dejado en casa.
Cogí mi segundo cubata y me dirigí hacia la mesa donde mis compañeros habían conseguido acomodarse. Di un rodeo para pasar cerca de él y al llegar a su altura me quedé mirándole con descaro. En aquel momento levantó los ojos, me vio mirarle y me aguantó la mirada unos segundos. Luego bajó la cabeza como si yo no le interesara gran cosa y buscó un cigarrillo sobre la mesa pero, casi enseguida,  volvió a levantarla y, no me engaño, sus ojos me buscaron.
Un amigo mío diría que todo esto no es más que química cerebral, procesos neuronales diversos provocados por las feromonas y cosas por el estilo. Me da igual. Cualquier explicación me satisfaría siempre que pudiera justificar por qué, cuando llegué a mi asiento, me temblaba el pulso y sentía un deseo feroz creciéndome el vientre.
Podía verle, aunque casi de espaldas, desde donde estaba. Encendió lánguidamente un cigarrillo, dio un trago largo a su bebida, rechazó la invitación a bailar de una compañera bajita y teñida de rubio. Yo me extasié mirando sus hombros, su perfil, su pelo oscuro. Imaginé sus manos acariciándome, su torso desnudo, el sabor de su saliva.
“Hey, dónde andas”, me sacudió el brazo un compañero justo en el momento en que, unos metros más allá, él se levantaba. Su vaso estaba casi lleno, aún le quedaban cigarrillos... deduje que iba al baño. “Disculpa”, le dije al interruptor levantándome yo también, “tengo que ir al servicio”.
Seguí sus pasos sin que me viera y entré tras él. Lo vi a la derecha, de cara a la pared, con las piernas separadas y el culo tenso. Oí el repiqueteo de su orina al golpear contra la loza. No había nadie más.
Avancé unos pasos, sin hacer ruido, y me coloqué a su espalda. Mi corazón iba tan deprisa que parecía imposible que sus latidos no retumbaran en las paredes azulejadas. Entonces se volvió y pude ver sus ojos bajo la luz fría de los fluorescentes: eran oscuros y me miraron con una mezcla de asombro y sorpresa.
No le di opción. Le cogí la cara con las manos y le besé con toda la audacia y toda la fuerza que el deseo y el alcohol me prestaban. Sus labios eran suaves y dulces, su aliento cálido. Le acaricié la nuca y el cuello, le busqué la lengua.
Reaccionó casi enseguida. Me rodeó con los brazos, me apretó contra su vientre y abrió la boca. No perdí el tiempo. Sin soltarlo, sin dejar de besarle, sin separarme ni un centímetro de la dureza que ya pujaba en su entrepierna, lo conduje hasta uno de los excusados y cerré la puerta. Las manos me temblaban pero encontré la hebilla del cinturón, los botones, la cremallera, el elástico del slip. Él había empezado a explorar por debajo de mi jersey. Acaricié sus brazos, su espalda, su culo antes de separarme un poco y empujarlo suavemente hacia abajo hasta que quedó sentado sobre la tapa del inodoro. Me arrodillé ante él.
¿Podéis creer que cuando tuve su sexo entre las manos, cuando contemplé aquella carne tensa y altiva, cuando me incliné sobre ella y la introduje suavemente en mi boca... ¿podéis creer que me sentí el dueño del mundo? 

martes, 19 de febrero de 2013

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE MEJOR


O cualquier tiempo pasado fue anterior, que dirían nuestros admirados y queridos Luthiers.
Me estrené en el Tintero, hace más de diez años, con este relato. No tuvo demasiado éxito pero, como le pasaba a Jaimito con el amoníaco, a mí me gusta. Será pasión de madre. 





NOSTALGIA 

Dicen que la nostalgia no es buena, que no conduce a nada porque nos ata al pasado y no nos deja ir más allá. Dicen que hay que mirar hacia adelante porque la vida, querámoslo o no, sigue su curso y hemos de buscar nuestro hueco en el futuro. Pero yo estoy segura de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y nadie puede convencerme de lo contrario.

No puedo evitar que se me llenen los ojos de agua cuando recuerdo los tiempos felices. Entonces salíamos de casa temprano y podíamos pasar el día en el monte jugando, tomando el sol, cuidando de los pequeños, comiendo, charlando de nuestras cosas. Volvíamos tranquilamente a casa al anochecer, disfrutando el camino de regreso, con ese grato cansancio que nos gana después de haber pasado un día lleno de pequeñas alegrías.

En invierno, si había mucha nieve, nos quedábamos en casa, pero Miguel y Trini se ocupaban de que no nos faltara nada. Era un poco aburrido a veces pero nunca faltaban cosas que hacer y cosas de las que hablar: las vecinas, que tenían un macho nuevo muy bien plantado; el carpintero, que había venido a arreglar la cerca; los pequeños, que crecían como la mala hierba... De aquellos tiempos recuerdo, sobre todo, el calor que nos abrigaba,  cientos de olores y, más que nada, el sabor de la comida.

Todo se vino abajo cuando Miguel enfermó. Le habíamos echado de menos pero no sabíamos qué pasaba. Nos lo contó la Pinta, la cotilla oficial del vecindario: entró dando saltos y agitándose como una loca y con su voz chillona nos gritó que había visto a Miguel en la cama y que Don Antonio, el médico, había estado en la casa. Enmudecimos y el silencio que cayó sobre nosotras me pareció un mal presagio.

Unos días más tarde, al anochecer, el Párroco vino a la casa. Llevaba algo tapado en las manos recogidas sobre el pecho y el monaguillo lo seguía en silencio. Cada tanto, el muchacho hacía sonar una campanilla. El domingo la casa se convirtió en un ir y venir constante de vecinos que no cesó ni durante la noche. Incluso llegaron coches de la ciudad. El lunes por la mañana vimos cómo sacaban el ataúd. Lo llevaban a hombros entre los tres hijos de Miguel y Federico, su mejor amigo.

Y a partir de ahí empezó nuestra desgracia. Poco tiempo después llegaron unos hombres bruscos y malhablados que, a empujones, nos hicieron subir a unos sucios camiones en los que apenas cabíamos. Salimos del pueblo y, después de muchos kilómetros (la Morucha se mareó nada más salir, la pobre era muy mayor para semejantes vaivenes, y la Canela, preñada como estaba, se pasó todo el viaje vomitando) llegamos a este rincón del mundo y nos encajonaron en este cuchitril miserable.

Ya no hablamos de nuestras cosas porque nos han separado tanto que tendríamos que hacerlo a gritos. Además, ya no nos apetece como antes. No salimos a pastar, casi no vemos la luz del día y a los pequeños se los llevan a las pocas semanas de nacer. No hay más olores que los de nuestra orina y nuestro estiércol, nos ponen bloques de sal para que los chupemos, bebamos más agua y demos más leche, y nos echan de comer una porquería granulada en la que no hay ni rastro de hierba. Es más, me ha parecido percibir en ella un olor parecido al que se desprende de los recién nacidos y las placentas.

A este paso nos volveremos locas.

sábado, 16 de febrero de 2013

EL SÍNDROME SERENDIPITY

Mi agradecimiento a Nucky, a Karam, a Ofe y a Esther por su ayuda impagable y decisiva a la hora de definir el síndrome.




DE PURA CHIRIPA

El síndrome “Serendipity” fue descrito a principios del siglo XXI por el eminente neurólogo y psiquiatra Klaus Habermeier a raíz de una serie de estudios llevados a cabo en colaboración con la empresa “Uatduyuuatch”, dedicada en aquel entonces a elaborar índices de audiencia para varias cadenas de televisión europeas, y con los laboratorios “Happymind”, especialistas en fármacos antidepresivos.
Después de varios años de ejercer la psiquiatría en su consulta, Habermeier observó que había días en los que los pacientes (habría que decir “las” pacientes, pues una mayoría significativa pertenecía al sexo femenino) que acudían a ella presentaban todos o gran parte de una serie de síntomas: tristeza, melancolía, desgana, desinterés, hastío, abatimiento, fatiga, malestar general, lacrimeo, rinorrea, falta de apetito, somnolencia y ansiedad.
Habermeier dio por supuesto que semejante coincidencia no podía ser fruto del azar y se propuso investigar las posibles causas del fenómeno. Durante una década intentó relacionar los síntomas de sus pacientes con diferentes factores tales como las bajas presiones atmosféricas, la elevación del IPC, los niveles de ozono, el porcentaje de fibras artificiales utilizado en la fabricación de ropa interior, la ingesta de mejillones y la pertenencia como socio a determinados clubs de fútbol. Pero no logró reunir evidencias suficientes a favor de ninguno de ellos. Desanimado, estaba a punto de abandonar la investigación cuando su esposa, sin pretenderlo, le hizo ver la solución. Una mañana, a la hora del desayuno, la esposa de Habermeier apareció en la cocina, lacrimosa y sonándose la nariz. “¿Qué te ocurre?”, preguntó el científico. A lo que su esposa le respondió que se encontraba abatida, que no tenía ganas de nada (ni siquiera de desayunar), que estaba cansadísima y que sentía una profunda tristeza cuya causa no podía explicarse. Habermeier reconoció entonces en su esposa los mismos síntomas que presentaban sus pacientes e inició un exhaustivo interrogatorio acerca de las actividades que había realizado el día anterior. “Y por la noche”, concluyó la esposa, “en el canal Ecos del pasado pusieron Serendipity”.
Habermeier dio un salto de alegría, gritó “¡Eureka!”, le dio a su esposa la tarjeta de crédito Platino y el permiso para que comprara lo que le viniera en gana, salió corriendo hacia su consulta y, aquella misma mañana, inició la redacción de lo que sería conocido en los ámbitos científicos como “El informe Serendipity”. “No deja de tener su gracia”, escribiría en sus memorias, “que fuera, precisamente, una serendipia lo que me puso en el camino correcto. Menuda chiripa”.
El estudio minucioso de la programación de los distintos canales de televisión y de los índices de audiencia así como el análisis de los datos recogidos en su consulta y en otras muchas que se adhirieron al trabajo de campo permitieron a Habermeier lanzar, al poco tiempo, sus conclusiones definitivas y aportar al mundo de la psiquiatría clínica la descripción del síndrome y de sus causas. Éstas podían resumirse en una sola: el síndrome aparecía en sujetos preferentemente del sexo femenino tras el visionado de aquellas películas que o bien trataban de amores imposibles y/o frustrados (el paradigma sería “Casablanca”) o bien de amores problemáticos con resolución feliz (el paradigma sería “Serendipity”)
Como consecuencia del trabajo de Habermeier, la empresa farmaceútica “Happymind” desarrolló un revolucionario antidepresivo que, administrado tres horas antes del visionado del film, atajaba la aparición de los síntomas o disminuía considerablemente su intensidad de modo que los pacientes dejaban de plantearse el interrogante que (se había comprobado) desencadenaba el proceso: “¿Por qué no me pasan a mí esas cosas?”
Habermeier recibió diversos galardones por su hallazgo y en el año 2058 fue presentada su candidatura al premio Nobel de Medicina que le fue concedido en 2060 por su decisiva contribución a la mejora de la salud mental.

miércoles, 13 de febrero de 2013

EL EVANGELIO PROHIBIDO DE JUDAS

Siempre me dio pena, siempre pensé que rifaron el papel de traidor y le tocó a él. Por eso quise darle a su traición un motivo más allá de la mera ruindad de su alma.









EL ABRAZO OLVIDADO


En aquel tiempo, y en los que vinieron después, sólo ellos, los que habían sido mis compañeros, fueron escuchados. Así, siendo su voz la única que hablaba de mí, fui juzgado por sus palabras y hallado culpable a los ojos del mundo.
Porque nadie sabe nada sobre mí sino lo que salió de su boca, nadie ha tenido más noticias que las que ellos dieron, y todos las han dado por ciertas.
Y sé que mi palabra ahora no vale nada frente a la suya porque su testimonio, a lo largo de los siglos, ha levantado un muro de certeza más fuerte que la muralla de Jericó.
Pero he de hablar, aunque lo que yo diga se pierda en el aire; he de contar mi verdad, aunque sea tan inútil como labrar un campo sembrado de sal.
He callado mucho tiempo pero ha llegado el momento de hablar y de contar de mí aquello que nunca se supo.
Porque ellos no podían contarlo ya que no podían leer en mi corazón. Ellos contaron lo que vieron y no podían hablar de nada más.
Y ahora levanto mi voz y digo que no soy un traidor.
Porque no quebranté la fidelidad que le debía, porque siempre le fui leal.
 Y siempre le amé, como yo creía que él me amaba a mí.
Me llamó a su lado y me preguntó si quería seguirle. Y entonces  supe que había hallado mi camino y que mi camino estaba junto a él
Y le seguí y estuve con él y con los suyos durante tres años. Y en ese tiempo le acompañé y le serví y le obedecí en todo cuanto me dijo.
Pero hay cosas que producen tal dolor que parece que las entrañas quieren reventar y abandonar el vientre que las contiene, y nadie puede soportar un dolor así.
Él rechazó mi abrazo como si yo fuera una bestia inmunda: él me apartó de sí como si yo fuera un apestado, y su gesto y sus palabras me hirieron como mil lanzas. Y me fui a llorar a un lugar apartado para que nadie pudiera ver mis lágrimas.
Y la rabia y el despecho se apoderaron de mí y quise que él sufriera tanto como yo estaba sufriendo.
Y por eso digo que no fue traición sino la amargura de su desprecio.
Le besé en el huerto para que sus enemigos supieran a quién tenían que detener y luego, consumada la fechoría, eché a correr para alejarme de allí y las monedas que me habían pagado por entregarlo chocaron dentro de la bolsa.
Y al oír su tintineo, como la campanilla del leproso, comprendí el horror de lo que había hecho.
Porque yo no quería que muriera. Yo solo quería que sufriera como yo estaba sufriendo.
Y cuando vi que iba a morir, supe que todo había terminado también para mí; porque ya no podría hacer nada para que él olvidara aquel abrazo impuro, para regresar a él y pedirle perdón; ya no podría rogarle que me permitiera seguir a su lado. Mi tiempo se había cumplido con el suyo.
Y cuando Felipe llegó al pie de la higuera y quiso detenerme ya era tarde porque la soga ya me había roto el cuello.
Esto es lo que tenía que decir, para que el mundo sepa lo que ocurrió: que no le traicioné, que le fui leal hasta la muerte; que solo cometí el pecado de amarle.

lunes, 11 de febrero de 2013

TRABAJO NOCTURNO

Hay personas que realizan trabajos poco corrientes como quien se dedica a maquillar manzanas para que luzcan espectaculares en el expositor de la frutería o a oler axilas en las que se prueba la eficacia de un desodorante. Como dijo el filósofo, hay gente pa tó.





GUARDIÁN DE ESTRELLAS


Si alguien piensa que el mío es un trabajo cómodo y tranquilo, un trabajo de esos a los que solo tienen acceso los enchufados del mandamás, está muy equivocado. Como siempre, las apariencias engañan.

En el caso de las estrellas, las apariencias engañan tan bien que los antiguos las llamaban “estrellas fijas”.

¡Fijas! ¡Válgame la Osa Mayor! Si alguien supiera cómo se mueven… y a qué velocidad lo hacen… Esa misma velocidad que, de tan rápida, puede engañar al ojo humano, porque no está preparado para percibirla, del mismo modo que no percibe la sucesión de imágenes en eso que llaman “películas”.
Fijas… Qué tontería.

Heredé el puesto de mi padre y él de mi abuelo y mi abuelo de mi bisabuelo y así podríamos remontarnos casi infinitamente al pasado, a aquellos tiempos tan remotos que ya nadie recuerda porque nadie conoce la fecha, el momento exacto en que el Gran Jefe decidió poner orden y concierto en lo que era un caos absoluto, un ir y venir constante de acá para allá de todas las cosas existentes, con el peligro de colisión que ello conlleva. Dicen que el Gran Jefe se dio cuenta del trastorno que le supondría otro Big Bang y decidió crear el puesto de Guardián de Estrellas.

Las estrellas nunca han sido fijas, nunca han estado detenidas en un punto del espacio. No me refiero al movimiento cósmico que les corresponde como objetos del Universo en expansión, no, porque ese movimiento es inherente a ellas y a todos los cuerpos celestes. Me refiero a su modo de ser. Las estrellas son de natural inquieto y movedizo. Y, aunque no lo parezca, emplean casi toda su energía en comunicar a los humanos. Esto se hace difícil de entender en la llamada Era de las Comunicaciones pero, créanme, ni los teléfonos móviles ni las videoconferencias ni los chats instantáneos han conseguido acabar con los mensajes de las estrellas.
Porque es a eso a lo que se dedican: a llevar mensajes y recados y recuerdos de un lado a otro de la Tierra.

La mejor de todas es Sirio. Como es la más brillante, es la más mirada y admirada y la que recibe más encargos, pero no se lo tiene nada creído y eso que los egipcios sienten por ella auténtica devoción. Ella es sencilla y servicial y jamás rechaza una petición. Anoche mismo, sin ir más lejos, estuvo horas llevando miradas de una mujer a su marido que estaba a miles de kilómetros. Ella le había dicho: “Cuando mires a la estrella te estaré mirando”, o algo así, no lo entendí bien, y, claro, le tocó llevar miradas de San Francisco a Kabul durante toda la noche.

O Vega, que no es de las más brillantes pero sí de las más inquietas. Hace unos días murió una anciana kurda. Antes de morir, le dijo a su nieto “Mira al cielo por la noche. Te cantaré tu nana desde la estrella más grande de la Lira”. Y, desde entonces, en cuanto el niño se asoma a la terraza, Vega le lleva su nana para que duerma tranquilo.

Con todo, los que más trabajo dan son los enamorados. Porque los enamorados son mucho de “te mando besos con las estrellas”, “las estrellas te llevarán mis abrazos” y cosas parecidas y eso supone una tarea casi infinita. Todavía recuerdo con horror aquella jornada en la que Rigel y Betelgeuse, por culpa de una pareja italiana, se quedaron dormidas de puro agotamiento en una esquina del Centauro y yo no las encontraba por ninguna parte. Casi me muero del susto. Conseguí restituirlas a sus puestos en Orión un segundo antes de que amaneciera.

Mi trabajo, como se ve, empieza al anochecer y termina justo antes del alba. Antes de que la luz del Sol las borre a los ojos de los hombres, todas las estrellas han de estar en sus puestos para descansar y reponer fuerzas.

Y yo, en cuanto las tengo a todas colocadas en el lugar que les corresponde, también me retiro a descansar.
Casi siempre a la constelación del Dragón, que me gusta acurrucarme en la nebulosa del Ojo de Gato.




viernes, 8 de febrero de 2013

ANGORA Y PERLÉ

A petición de Sole, que le gustó en su día.





PUNTO Y SEGUIDO


Cuando tiró del hilo de perlé notó una pequeña resistencia, miró y vio que el ovillo de angora se había enrollado en él. Levantó las agujas, deshizo la pequeña maraña y siguió contando: cuatro puntos del derecho, echar la hebra, un punto sin hacer, dos puntos juntos, pasar el punto sin hacer sobre el punto doble, echar la hebra, cuatro puntos del derecho…
Era una suerte tener aquel balcón orientado al oeste, ver el atardecer desde aquel sillón. Había apartado las cortinas para no perderse ni un minuto de la puesta de sol, la silueta de los cerros en el horizonte, el mar de nubes anaranjadas… Contaba, tejía, levantaba la vista, volvía a la labor.
A las cinco vueltas pasó a la angora y tejió cuatro pasadas de punto bobo: todo del derecho. A los quince dibujos menguó cinco puntos y montó cincuenta para empezar la manga: cuatro vueltas de angora, diez vueltas de dibujo, repetir cinco veces, cerrar los cincuenta puntos, continuar con el segundo delantero.
En poco tiempo tendría que encender la lámpara. Es lo malo del otoño, que anochece enseguida y las tardes se van sin sentir. Luego son muchas horas de oscuridad, muchas horas en las que ya no apetece hacer nada porque parece que en cualquier momento es hora de irse a la cama.
Ya tenía jersecitos de todos los colores: perlé azul con angora blanca, perlé blanco con angora blanca (ese le había quedado precioso, una labor digna de estar en el escaparate de “La cigüeña de París”), lana beige con puntilla de Velenciennes (para cuando empezara a refrescar), lana blanca con angora azul… Y ahora éste: perlé color marfil y angora blanca.
En la segunda ecografía les confirmaron que era niño. Antonio tenía muchas ganas de un varón y se alegró por él. A ella le daba lo mismo, lo importante era que todo fuera bien, que naciera sano. 
Aumentar cinco puntos y seguir con cuatro vueltas de angora, cuatro dibujos completos y cuatro vueltas de punto bobo con el perlé. Menguar dos puntos para hacer los ojales, aumentarlos en la vuelta siguiente y trabajar cinco pasadas más.
Que naciera sano… Parecía sencillo, la mayoría de los embarazos transcurren sin problemas y terminan con un parto normal y un niño en brazos de su madre. Pero, sin que nadie hubiera podido darle una razón, el suyo pertenecía al porcentaje mínimo de los embarazos que se complican, que no llegan a término.
Hacer una cadeneta a lo largo del borde y, sobre ella, sacar ciento ochenta puntos para el canesú. Trabajar cuatro pasadas de angora a punto bobo menguando cinco puntos en cada vuelta. Quedan ciento sesenta puntos.
El sol estaba a punto de hundirse definitivamente en el horizonte, el cielo era una sinfonía en azul y naranja. Antonio estaba a punto de llegar. Él se lo había tomado con más calma, le decía lo mismo que el ginecólogo: que no habría problemas en sucesivos embarazos, que tendrían más hijos.
“Pero era mi niño…”, pensó.
Y siguió tejiendo como si todavía lo llevara en su vientre.

lunes, 4 de febrero de 2013

NÚMEROS ROJOS

No todos los números rojos son los del banco...




PAQUETE POSTAL

Leyó las instrucciones del panel y dudó un segundo a pesar de que estaban muy claras: “A Envíos”, “B Recogida”. Pulsó la tecla correspondiente a la B y la máquina escupió un tique de incierto color blanco con una gran letra B impresa en negro y tres números rojos, 201.
En la sala había una veintena de personas. Hacía años que no acudía al edificio de Correos, prácticamente desde que el ordenador y el email habían entrado en su vida, o tal vez desde antes, desde los tiempos en que Héctor y ella habían abierto cuentas en la Caja Postal para ingresar allí sus primeros sueldos.
Recordaba vagamente los carteles que entonces colgaban sobre las ventanillas, “Giros”, “Ingresos”, “Transferencias”, “Paquete postal”, algo así era. Ahora los sustituían imprecisos marcadores electrónicos “Puesto 1”, “Puesto 2”… hasta ocho puestos. Una pantalla colgada en la pared frontal indicaba el turno con luces también rojas, como los números de los tiques: “Puesto 2, B 198”. Qué práctico, ahora la persona que tenía el tique B 198 acudiría al puesto número 2 para recoger su envío. Pensó que a Héctor le habría encantado la modernización del servicio, tenía una fe casi ilimitada en las ventajas del progreso.
—Es maravilloso, Inés, la carta que antes necesitaba quince días para llegar ahora tarda apenas unos segundos —le explicaba entusiasmado.
—Eso siempre que encuentres un sitio donde conectarte —replicaba ella.
Y es que los lugares desde los que Héctor solía escribir, casi siempre para pedir cualquier tipo de ayuda, no eran de los que tienen fácil acceso a Internet.
Un pitido desagradable, como el claxon de una vieja furgoneta, anunció un cambio en la pantalla. “Puesto 5, B199”.
Dinero, material de todo tipo, medicinas, gestiones ante algún consulado o embajada… esa era la clase de cosas que Héctor solía pedir, desde cualquier rincón del planeta abandonado a su suerte, generalmente mala, al que había acudido “para ayudar en lo que pueda”.
—Un día te vas a meter en un lío y a ver qué hacemos —le decía ella cada vez que él regresaba por unos días, siempre pocos.
Pero Héctor nunca había sabido ver la angustia y la súplica que había detrás de sus palabras. O no había querido verlas.
“Puesto 2, A 258”, “Puesto 6, B 200”.
Tensó la espalda y fijó la vista en la pantalla, el siguiente anuncio de B era el suyo, sólo faltaría que se le pasara el turno.
Dos semanas antes, después de colgar el teléfono, supo que desde el primer viaje de Héctor había esperado aquella llamada. Y supo también que, a pesar de esperarla, nunca había dejado de rezar para que no se produjera. Pero su petición no había sido escuchada. En cambio, ella escuchó, a través de una voz que sonaba lejana y que parecía hablar otro idioma, el relato del ataque al campamento, de la confusión en medio de la noche, de los gritos de los niños, del pánico, de la bala maldita que había ido a incrustarse en aquel corazón por el que el suyo había latido durante tanto tiempo. No había seguros que cubrieran ese tipo de incidencias ni familiares que estuvieran dispuestos a costear la repatriación del cadáver.
—Señora —había dicho la voz, temblorosa, emocionada—, Héctor siempre me dijo que si algún día necesitaba algo la llamara a usted… Él la tenía en mucha estima, señora, me hablaba de usted y me decía que era buena gente, Héctor la apreciaba mucho y Héctor para nosotros fue —la voz se quebró un poco—…y por eso creo que… bueno, he pensado una cosa que se podría hacer, si usted está de acuerdo, por supuesto…

Un pitido más y en la pantalla apareció el cambio de turno. Era el suyo. Su turno para recoger su envío.
Se levantó despacio, como si su cuerpo se hubiera convertido en piedra, y caminó lentamente hacia el puesto 8. Allí, a cambio del tique con tres números rojos, una señorita pelirroja le entregó el paquete que contenía las cenizas de Héctor.