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jueves, 28 de noviembre de 2013

SERIE NEGRA VIII (CINE NEGRO)

Lo último de mi musa (de vez en cuando es buena y vuelve)






SESIÓN DE NOCHE


Llegó tarde, como de costumbre. La película había empezado diez minutos antes y el vestíbulo estaba ya en penumbra y completamente vacío, ni siquiera se había encontrado con el acomodador. Entró en la sala y esperó unos segundos a que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Dio una ojeada al patio de butacas y, apoyándose discretamente en el bastón, avanzó por un pasillo lateral y se sentó en una de las últimas filas dejando cuatro o cinco asientos libres entre el suyo y el que ocupaba un hombre de mediana edad que miraba absorto la pantalla. Abrió su viejo bolso de piel de cocodrilo, sacó un caramelo y se dispuso a disfrutar de la historia.

Siempre le había gustado mucho el cine pero nunca había tenido ocasión de disfrutarlo como habría querido. Cuando era pequeña, porque la dureza de la posguerra lo convertía en un lujo y, de joven, porque era inadmisible que una mujer acudiera sola a ciertos sitios y ella, con su leve cojera y sus gafas de miope, nunca había encontrado un novio que la llevara a ver Casablanca o Rebeca.

Pero las cosas habían cambiado a lo largo de los años y, poco a poco, dejó de estar mal visto que una mujer se sentara en una cafetería sin más compañía que la de su bolso y su bastón o que pidiera una sola entrada en la taquilla de un cine de estreno.

La sala estaba casi vacía a pesar de que la película, una fantasía futurista llena espectaculares efectos especiales, era la más esperada y promocionada de las últimas semanas. Una cosa así habría sido impensable solo unos meses atrás pero… 

La ciudad tenía miedo, un miedo que había ido ocupándola poco a poco, ganando uno a uno a sus habitantes como una plaga contagiosa, adueñándose de su espíritu, a lo largo de casi un año.

El primer asesinato había pasado casi desapercibido, la noticia estuvo apenas dos días en la prensa local y los dueños del cine donde había aparecido el primer cadáver no vieron seriamente alterados sus ingresos. Con el segundo ocurrió algo parecido. Habían transcurrido varios años y los pocos días los ciudadanos habían olvidado no solo el crimen sino la coincidencia de que el segundo muerto hubiera aparecido también bajo las amplias butacas del moderno cine de un centro comercial.

Con el tercero las cosas empezaron a cambiar. Las radios locales, las cadenas de televisión, los periódicos, rescataron de sus archivos los casos anteriores y empezaron a prestar atención a las circunstancias en las que habían tenido lugar las tres muertes. Por primera vez, hablaron y escribieron sobre la posibilidad de que se tratara de un asesino en serie. La policía no quiso dar más información que la estrictamente necesaria pero no hacía falta ser un genio para encontrar lo que los tres casos tenían en común: los tres cadáveres habían aparecido en cines de la ciudad, los tres fallecidos eran varones relativamente jóvenes y el arma del crimen, que era uno de los escollos de la investigación, era la misma en los tres casos.

Una vez dada la alarma, los cines de la ciudad no tardaron en notar los efectos. Las salas se vaciaron progresivamente y solo el viernes por la noche, si había suerte y una película con mucho tirón, se ocupaba un tercio de las localidades. La gente tenía miedo.

Pero ella no. Ella había dejado de tener miedo hacía mucho tiempo.

Le dio un violento ataque de tos justo cuando en las imágenes se libraba una feroz batalla espacial entre los dos ejércitos rivales y el estruendo de las detonaciones y los impactos, amplificado por los altavoces, hacía temblar el suelo de la sala. Se levantó y empezó a avanzar hacia el pasillo. Al verla llegar, el hombre joven, sin quitar los ojos de la pantalla, se levantó para facilitarle el paso. No llegó a ver cómo ella sujetaba el bastón con una mano y con la otra tiraba de la empuñadura. No llegó a ver la fina hoja que brilló unos instantes a la luz de la última explosión, ni siquiera llegó a sentirla cuando le atravesó el vientre.

Se dirigió a la salida por el pasillo central. A pocos minutos del desenlace de la lucha galáctica, nadie se fijó en ella, en que cojeaba levemente y se tapaba la cara con un pañuelo mientras tosía.

“Asesino en serie”, pensó, y sonrió levemente, “asesino…”

  

6 comentarios:

  1. ¡Por dió, Vichita! Una se echa a temblar pensando en cuál será el truculento final. Siempre lo consigues.
    Besitos

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    1. Jeje...
      Me encanta este juego con el lector, Rosa preciosa. Yo juego a inventar una sorpresa y el lector juega a adivinarla.
      Besos, guapísima, y gracias.

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  2. Impresionante... Y eso que empecé a intuir algo cuando ella "había dejado de tener miedo..."
    Un relato tan bien narrado como interesante en su contenido.
    Montón de besos.

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    1. Justo, hermana, esa era la pista para que el lector se pusiera en guardia y empezara a sospechar que no todo era lo que parecía.
      Lo que a ti se te escape...
      :-)
      Besos, muchos.

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  3. Me ha provocado un flashback y he pensado en aquellas historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador. Me ha encantado. Un abrazo.

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    1. Es curioso, Josep, pero otro amigo me ha comentado que le recordó también a esa serie. Y lo bueno del asunto es que, a pesar de que la vi en su momento y me gustó como a todo el mundo, el arma del crimen me la inspiró un bastón que hay en casa que perteneció al abuelo o al padre de mi marido. Si tiras de la empuñadura extraes de la caña una hoja de tamaño considerable. Talmente como la de "¿Es usted el asesino?".
      A mi ancianita le puse una más corta, para que pudiera manejarla.
      Un abrazo.

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