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sábado, 27 de julio de 2013

LA VENTANA INDISCRETA


¿No os habéis preguntado nunca qué ocurre detrás de esas ventanas que veis desde la vuestra?







VECINOS


Mírala, ahí está otra vez. No llevo la cuenta pero juraría que hoy ha fumado más que otros días. Ha salido a la terraza porque todavía hace bueno, cuando el tiempo empeora y hace frío o llueve no sale, se queda dentro de la casa y fuma asomada a la ventana del dormitorio, ésa que queda a la derecha. Se pone una chaqueta gruesa o una sudadera y se apoya en el marco, fuma despacio, inhalando con avidez, como si supiera que han de pasar varias horas antes de que vuelva a sentir el humo en los pulmones, y lo expulsa hacia arriba, con fuerza, y se queda mirando a lo lejos con aire ausente, parecería que busca una respuesta en las nubes o en las estrellas. Tira la ceniza en la maceta de la enredadera.

Cuando dejó de fumar dentro de la casa él todavía no se había ido, todavía vivían juntos, pero ya había pequeñas cosas que indicaban que algo no iba bien, algún portazo, alguna carrera del salón al dormitorio, algunas palabras dichas en voz muy alta, casi gritando. No, desde aquí no se oye pero no hace falta oír para saber cuándo alguien ha elevado el tono de la voz, eso se percibe en los gestos de los brazos, en los movimientos del cuerpo. Si, en medio de una conversación, alguien se da la vuelta bruscamente y se va de la habitación con zancadas largas y potentes, es que acaba de gritar al otro, casi seguro. Él era un tipo alto y bien plantado, atractivo, abogado o algo así porque siempre iba trajeado y con un maletín de cuero, tenía un buen coche. Llegaba a casa pasadas las seis, a veces más tarde. Ella siempre le esperaba con la mesa puesta y la cena a punto, le recibía con un beso; le llenaba la copa de vino con una elegancia que convertía la rutina en ceremonia. A veces ella salía a la terraza y encendía el cigarrillo y al poco llegaba él, la cogía por la cintura y se quedaba a su lado, acompañando en silencio su ritual, o la besaba o charlaban. Pero casi siempre estaba sola, él se quedaba en el salón o en el dormitorio, haciendo algo en el ordenador; eso era antes de que empezaran los desencuentros y las discusiones, ese andar por la casa sin verla, sin tocarla.

Es curioso pero, desde que se fue, no se la ve triste o apenada; más seria y más serena, eso sí, y se mueve con una parsimonia que antes no tenía, todo lo hace con calma, lentamente, como si ya no tuviera necesidad de hacer patente su presencia o de demostrarle a nadie que está ahí, que existe. 

Podría usar los prismáticos, claro, pero no me parece honrado, sería entrometerme en su vida, ejercer activamente de fisgón, y no es eso lo que quiero. Yo solo me asomo al balcón y la veo al otro lado de la calle, algo inevitable cuando se vive enfrente de alguien, más en mi caso, que estoy en casa todo el día. Cuando me marcho a la emisora ella casi siempre está a punto de acostarse, se ha puesto el camisón, ha encendido la lámpara de la mesilla de noche y ha salido a la ventana o a la terraza a fumar el último pitillo. Me gustaría saber lo que hace después, si se acuesta y se duerme enseguida, con el sueño tranquilo de los que están en paz con el mundo o si se pone a leer o a escuchar música hasta que llega la hora de la rendición, el abandono de los derrotados. En su mesilla me ha parecido ver algo que podría ser un transistor, tal vez ponga la radio…

Arturo, el de control, me dice que debería hacer un programa para ella; uno o unos cuantos, los que hagan falta. Dice que “Para la chica que fuma en la ventana” es un buen título y que solo es cuestión de paciencia, que tarde o temprano ella nos sintonizará, nos escuchará y se pondrá en contacto con nosotros, conmigo. Tal vez por eso no me decido, porque, aunque muy remota, existe la posibilidad de que eso ocurra y entonces, si llegara a ocurrir… qué podría decirle un hombre que le dobla la edad y que no puede caminar sin muleta.

Pero tal vez lo haga, por qué no. Tengo bastantes más años que ella y una pierna deformada por la polio y soy un tipo solitario cuyos mejores amigos son la música y los libros pero con ella sería distinto. Ella nunca sería invisible para mí. La ayudaría a hacer la cena, bebería el vino que me sirviera con la devoción del prosélito y no me importaría que fumara dentro de casa.

martes, 23 de julio de 2013

LOS IRREVERENTES (TERZA PUNTATA)

No me acordaba yo de este irreverente...





LOS TRES CERDITOS Y EL LOBO (VERSIÓN LIBRE)

Pues, señor... esto era una Doña Cerdita que estaba hasta el moño de sus tres hijos. Sus tres cerditos eran encantadores, todo el vecindario los apreciaba porque como eran tan bohemios... como tocaban tan bien... El Pequeño era un artista con la flauta, el Mediano un virtuoso del violín y el Mayor hacía enmudecer al viento cuando tocaba el piano. En cien leguas a la redonda, no había verbena ni festejo al que no fueran invitados para amenizar el baile pero... a Doña Cerdita la tenían hasta los mismísimos baudios. No querían ni oír hablar de trabajar, de buscarse una ocupación que les permitiera ganarse la vida. Ellos solo querían dedicarse a "su arte" y, claro, si tuvieran que trabajar ocho horas diarias, no podrían hacerlo. Así que Doña Cerdita trabajaba por los cuatro limpiando oficinas por horas seis días a la semana, se mataba en su casa a fregar, cocinar y planchar y encima tenía que darles la propina para que salieran los fines de semana con los amigotes.

Un buen día, empezó a correr por la comarca el rumor de que un Lobo merodeaba por los alrededores. Todas las madres advirtieron a sus hijos del peligro que suponía la presencia de una fiera así, y Doña Cerdita no fue menos: cuando sus tres cerditos se estaban arreglando para ir a la disco el viernes por la noche, les avisó:

—Dicen que hay un Lobo suelto por ahí, ¡tened mucho cuidado!

Pero los cerditos, que se creían más listos que nadie, soltaron una estentórea carcajada.

—Qué tonterías dices, mamá —dijo el cerdito Mayor—, ¿quién va a tener miedo de un lobo viejo y solitario?

Y eso fue suficiente para que el cerdito Mediano improvisara una cantinela ("¿Quién teme al Lobo Feroz, al Lobó, al Lobó...") que fue coreada de inmediato por sus hermanos. A partir de aquella noche, cada vez que los tres cerditos salían de mambo, volvían a casa cantando a voz en cuello el estribillo: "¿Quién teme al Lobo Feroz, al Lobó, al Lobó...?", armando gran escándalo y despertando a Doña Cerdita.

Hasta que un buen día (o una buena noche, porque no había amanecido aún. Bueno... lo dejaremos en la madrugada de un sábado, que era la hora a la que solían recogerse nuestros corretones amiguitos) los tres cerditos entraron en tromba en el dormitorio de Doña Cerdita y la despertaron sin misericordia. El Mayor encendió la luz, el Mediano la zarandeó y el Pequeño le gritó:

—¡Que viene el Lobo, que viene el Lobo!

Doña Cerdita se levantó muy asustada y corrió hacia la puerta de la casa. Al mirar por la mirilla comprobó que, en efecto, frente a ella estaba el Lobo más Feroz que hubiera podido imaginarse. Tenía las fauces abiertas y echaba espumarajos por las comisuras, sus ojos despedían rabia y de su garganta salía un aterrador gruñido:

—¡Golpearé, golpearé y la puerta derribaré!

Espantada por aquella visión, se volvió hacia sus hijitos y les gritó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Va a derribar la puerta, seguro, es muuuy fuerte! ¡Vamos a escondernos!

Los tres salieron de estampida, buscando un lugar seguro en el refugiarse. El cerdito Mayor corrió a la cocina y se escondió debajo del fregadero, el Mediano fue a su cuarto y se encerró en el armario ropero, el Pequeño se ocultó tras las cortinas del salón. Doña Cerdita, por su parte, se quedó inmóvil detrás de la puerta, aguantando la respiración.

Una tras otra sonaron las tremendas embestidas del Lobo contra la puerta hasta que, por fin, con gran estruendo, se vino abajo y el Lobo irrumpió en la casa con la fuerza de un huracán.

—¿Dónde están esos tres miserables cantores? —bramó.

Y salió corriendo a buscarlos. Encontró enseguida al Pequeño, pues su oronda barriga hacía prominencia en la cortina. El tremendo aullido del Lobo espantó al cerdito que salió corriendo. Al poco tiempo le siguió el Mediano, pues no había conseguido cerrar bien la puerta del armario y por la rendija se asomaba su colita de sacacorchos. Él también huyó a toda prisa, tras los pasos de su hermano pequeño. No tardó mucho el Lobo en encontrar al Mayor pues, para hacerse hueco debajo del fregadero, el cerdito había tenido que dejar fuera el fairy, el estropajo y el calgonit powerball. El Lobo le enseñó los colmillos y el cerdito salió huyendo como alma que lleva el Diablo.

En cuanto el último de los cerditos hubo salido por la puerta, el Lobo soltó un soplido de alivio, relajó los músculos y se dirigió con pasos lentos al salón. Doña Cerdita le salió al encuentro y se arrojó en sus brazos.

—¡Lobo mío, mi Lobo! ¡Eres mi héroe! —exclamó mientras se lo comía a besos.

El Lobo, fatigado pero satisfecho, la abrazó también.

—Espero que no vuelvan, cariño, porque no estoy dispuesto a repetir el número.

Doña Cerdita y el Lobo Feroz vivieron juntos, felices y solos a partir de aquel día. De los tres cerditos nunca más se supo aunque algún vecino dijo, tiempo después, que los había visto tocando en el Metro de Madrid.


Y... colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 22 de julio de 2013

HOTEL, DULCE HOTEL


Hoy ración doble. Y todo porque hemos hablado por ahí de la finalización del rodaje de una película en la que ha participado nuestro querido profesor de Bollywood Sunny Singh. Y hasta ahí puedo leer.





EL DESCANSO ETERNO

(19 de junio de 2009, por la tarde)
Llevaba tanto tiempo en el mismo lugar, haciendo el mismo trabajo, que ya no podía recordar cuándo había empezado. En realidad, había dejado de tener en cuenta relojes y calendarios el día que tuvo la certeza de que no iba a servir de nada. “Para qué”, pensó entonces, “si ni siquiera sé cuándo voy a poder jubilarme”.

Levantó la vista y vio la cola que se extendía más allá de la puerta. Seguro que ya rodeaba el edificio. Los clientes que estaban en los primeros lugares, los más cercanos al mostrador de recepción, tenían pintadas en la cara la impaciencia  y la prisa que acompañan a una larga espera.

Se lo había advertido al Jefe hacía tiempo.

—Jefe, esto va a más y yo no puedo con todo. Estoy solo en el mostrador y le juro que no doy abasto.
Comme tu aimes te plaindre, Pierre.

El Jefe tenía un sentido del humor muy peculiar y a veces lo demostraba hablando en francés o en cualquier otra lengua, viva o muerta, pero sobre todo en francés. Alguien, seguramente Juana de Lestonnac, que era de familia noble y había tenido vocación didáctica, debía de haberle dicho que era muy chic.

—Seguro que es un aumento transitorio de la demanda.

Pero no lo era. Él tenía estadísticas que lo demostraban: una tendencia al alza, continua y progresiva, desde los comienzos del negocio. Pero el Jefe no se había molestado en mirarlas. Se limitó a hablar de la falta de personal crónica en la empresa.

“Falta de personal, falta de personal”, rezongó, “si precisamente lo que sobra aquí es gente”.

En aquel momento llegó al mostrador el hijo del Jefe.

—Hombre, Naza —saludó. Habían sido amigos de juventud y podía permitirse la confianza de llamarle por su apodo—, a ti quería verte.
—¿Qué pasa, compañero?
—¿Qué va a pasar? —Volvió la mirada hacia la fila de gente que esperaba su turno— Pasa lo de siempre: que esto es demasiado trabajo para mí solo. Se lo he dicho a tu padre varias veces pero no me hace ni puñetero caso.
—Ya sabes cómo es, un cabezota, y no acaba de entrarle en la mollera que las cosas no son como al principio.
—Claro, si eso lo sabemos todos hace tiempo. Pero ocurre que yo tengo un problema, no sé si te das cuenta.

El hijo del Jefe echó un vistazo a la cola de clientes y soltó un bufido.

—Habrá que hacer algo, sí —concedió—, pero ahora no, que acabo de hablar con él y está de un humor de perros con las últimas noticias sobre la Antártida. Resolvamos primero este atasco, yo te ayudo.

Cogió el libro de registros y se dirigió a la persona que estaba en primer lugar en la cola. Era un hombre mayor, delgado, de pelo y barba canos y gesto afable. Le reconoció de inmediato.

—¡Vicente! —exclamó con evidente alegría. Y rodeó el mostrador para ir al encuentro del hombre y abrazarlo—, ¡no te esperaba!

El hombre de pelo cano sonrió y abrazó también al hijo del Jefe. Parecían dos viejos amigos que se hubieran reencontrado después de muchos años.

—Ya me tocaba descansar, ¿no crees?
—Claro, amigo, ya te tocaba. Bienvenido al hotel, vas a estar muy a gusto con nosotros.

El hijo del Jefe se volvió hacia él.

—Por favor, dame la llave de la habitación de Vicente, Vicente Ferrer.

Miró el registro: “Vicente Ferrer, suite gran lujo 24.625”. Buscó la llave en el cajetín de las suites y se la alargó a Naza que, en aquel momento, le pasaba el brazo por el hombro a Vicente y se encaminaba con él hacia el pasillo central.

—Ya le acompaño yo, Pedro, no te preocupes.

Pedro los miró alejarse y suspiró, resignado. Luego regresó al mostrador, pasó página en el libro de registros y se dirigió amablemente al primero de la cola.

—El siguiente, por favor…


TRÍO DE DAMAS


No es Serie Negra aunque... 






LA TERCERA

Aquí están. Mis dos reinas, mis dos damas. Cómo se parecen y qué distintas son.

Lucía tiene los mismos ojos y el mismo pelo que su madre, se mueve igual que ella y habla en un tono tan similar que a veces las he confundido. Pero es altiva, orgullosa, egoísta. Hace un momento se ha colgado los auriculares en las orejas y se ha puesto a mirar por la ventana como si lo que ocurre en la calle, cuatro pisos más abajo, fuera tan interesante que le exigiera toda su atención; se ha recostado contra la pared, ha cruzado los brazos y no puede ni intenta disimular su fastidio. Quién sabe qué fantásticos planes he trastocado con mi empeoramiento, qué planes se han ido al traste por culpa de este padre moribundo. Tal vez el vermú con alguna de sus queridas amigas, tal vez una apasionante mañana de compras en busca de esos zapatos que necesita con urgencia. De vez en cuando mueve los labios en silencio y se balancea ligeramente, siguiendo la canción que solo ella puede escuchar. Si se queda es porque su madre se lo ha impuesto, porque no le ha dado opción. A saber qué disparatada contrapartida habrá exigido a cambio de este buen comportamiento pero seguro que Elisa la ha aceptado porque ella sabe tan bien como yo que no merece la pena porfiar, esta vez no, porque será la última.

Elisa se fue esta mañana sobre las nueve, cuando llegó Lucía para relevarla, pero volvió a las dos horas. Solo se había dado una ducha y cambiado de ropa, eso dijo con ligereza, como si su prisa por regresar no tuviera mayor importancia. Ha llegado a tiempo de la visita médica. El doctor Marcos ha estado muy amable, me ha auscultado y me ha preguntado si los calmantes que me ha pautado son suficientes para aliviar mis dolores. Luego Elisa ha salido al pasillo con él y ha vuelto más serena, más relajada, como siempre que hablan a solas. No tengo nada que reprocharle. Después de cinco años de atender a un esposo inútil para casi todo, lo sorprendente es que no hubiera ocurrido antes. Pero Elisa, en cierto modo, me ha seguido siendo fiel. A pesar de lo que hay entre ellos, no ha dejado de estar pendiente de mí ni un solo día ni ha dejado de atenderme ni de cuidarme. Ahora está sentada en el sillón, ha cruzado los brazos, como Lucía, y ha cerrado los ojos. Está tan cansada que tal vez se deje llevar por la fatiga y se quede dormida, pero despertará a los pocos minutos, un poco sobresaltada,  y se apresurará a comprobar que estoy cómodo y no tengo frío, que el suero cae al ritmo correcto, que la orina sigue saliendo por la sonda y que la almohada está mullida, me preguntará si necesito algo.

Mis dos reinas, mis dos damas… La una ausente en su presencia, preguntándose por qué se tiene que quedar en una habitación en la que no hace nada; la otra, agotada, buscando la fuerza que necesita para llegar a la derrota.

Y aquí llega la tercera. Ha surgido de la nada, de esa niebla espesa en la que, de pronto, se ha convertido el aire. Es hermosa. Se acerca a la cama y me sonríe. Va vestida de blanco y eso me sorprende,  siempre pensé que cuando viniera a buscarme lo haría vestida de negro. Alarga el brazo hasta que su mano toca la mía.

—¿Vamos? —me pregunta.

Lucía sigue ensimismada, absorta, pensando seguramente que, en cuanto pueda, saldrá de aquí, porque no soporta los lugares cerrados ni el olor de los hospitales; se irá al club a darse un baño en la piscina o a jugar al paddle, lo que sea con tal de olvidarse de esto.

Elisa se ha dormido. Respira profundamente y parece descansar, incluso puede que esté soñando. Sí, seguramente está soñando. Soñando con un mundo en el que la vida no se haya hecho añicos, en el que no haya más consultas angustiosas ni noches en vela ni sueros que vigilar; soñando con un futuro en el que ya no haga falta hacerse la valiente y en el que no necesite esconderse de nadie para abrazar al doctor Marcos.


—Vamos —contesto.

viernes, 19 de julio de 2013

SERIE NEGRA (III)

Un poco más de fondoarmario.











UNA NOCHE DE LUNA


La noche es el refugio de los amantes, el tormento de los insomnes, la aliada de los clandestinos. Al amparo de su oscuridad se cumplen los más atrevidos sueños de amor, surgen las reflexiones más profundas y se cometen los peores crímenes.

Arcadio Rodríguez salió humeante de la ducha, se secó cuidadosamente y se vistió. Antes de salir por la puerta que daba al garaje se volvió a mirar la figura que, tendida en la cama, parecía dormir: los músculos relajados, la respiración tranquila, las caderas apenas cubiertas por la sábana blanca. Se acercó con pisadas felinas y besó con devoción un hombro dorado y terso.

Al arrancar el coche bendijo mentalmente al genio que había tenido la idea de un motel como aquél, disimulado en una hondonada, invisible desde la carretera, lujoso en el servicio y discreto hasta el punto de que cada habitación comunicaba directamente con un garaje de dos plazas. No había que pasar por recepción ni mostrar ningún documento de identidad. El pago se efectuaba, sin salir de la habitación, con tarjeta de crédito. “Si no existiera habría tenido que inventarlo”, pensó mientras se incorporaba a la autovía y el recuerdo de su amante le dilataba las venas.

Arcadio sospechaba que Esperanza, su mujer, sospechaba. Desde hacía algún tiempo se mostraba recelosa de sus ausencias y de sus excusas. Y no podía permitirse el lujo de ser descubierto. En apenas dos años, su amante se había convertido, contra toda lógica y toda sensatez, en lo más importante de su vida, en una ilusión que revitalizaba una madurez a la que había llegado casi sin darse cuenta y que ya le empezaba a pesar en el trabajo, en el matrimonio y, sobre todo, en el corazón.

Aparcó en una bocacalle del Paseo Marítimo. No quería ir a casa directamente, temía que Esperanza descubriera en su rostro un gesto risueño de abandono ante lo inevitable, una expresión de delatora felicidad. Un paseo a la orilla del mar le ayudaría a serenarse, a recuperar la compostura del audaz empresario, del esposo y padre ejemplar que era cuando no estaba con su amante, cuando no gemía, empujado por un placer que nunca antes había sentido, entre los brazos de Victoria.

Decidió bajar a la playa. La luna asomaba por el espigón y arriba, en el paseo, un hombre vestido con un chándal pasó corriendo. “Vaya horas de hacer footing”, pensó. Se quitó los zapatos y los calcetines y caminó despacio, buscando la arena seca. Agradeció la brisa que le agitaba suavemente la ropa. Después de estar con Victoria siempre tenía la sensación de que el olor de su cuerpo moreno había impregnado de tal forma su piel que ni la ducha más caliente era capaz de eliminarlo. “Oleré a mar”, se dijo. Y respiró hondo.

Llegó al palmeral. La luna ya había ascendido lo suficiente como para que su luz plateara toda la superficie del agua.

No vio cómo el hombre del chándal salía de detrás de una palmera y se colocaba frente a él pero sí pudo ver su mirada, profesional, indiferente.
—Tú eres Arcadio, ¿verdad?
No acertó a contestar, esperaba que el hombre le pidiera fuego o algo parecido, no que le reconociera en el palmeral, en plena noche. Asintió.
—En ese caso —dijo el hombre mientras un rápido movimiento hacía brillar algo en su mano—... tengo un recado para ti, de parte de Esperanza... —explicó al tiempo que le clavaba la navaja entre las costillas.
No sintió nada, se quedó mirando aquel rostro inexpresivo como si esperara de él una explicación, un motivo, pero, un segundo más tarde, cuando el hombre retiró el brazo y vio la hoja manchada de sangre, empezó a notar cómo los pulmones se le llenaban de líquido.
—... y de parte de Victoria —alcanzó a oír antes de caer boca abajo sobre la arena.






domingo, 14 de julio de 2013

LOCURA


La relectura de un texto puede sorprendernos. A veces no es tan hermoso como lo recordábamos, a veces no es tan malo como creíamos.





LA VISITA


A través de la ventana del control, la enfermera ve alejarse a las dos mujeres por el sendero que lleva hasta la pajarera. La más mayor viste unos pantalones y un blusón de aire juvenil que le hacen aparentar menos edad de la que tiene. Es alta, lleva el pelo teñido de color caoba y cojea ligeramente del pie derecho, como si al apoyarlo en el suelo se resintiera una vieja torcedura. La más joven camina con la cabeza baja, mirando al suelo, sin prestar atención a la templada tarde de casi primavera. Su brazo se entrelaza con el de la mujer mayor.

Cuando llegan a la rotonda, la mujer joven se dirige hacia un banco soleado y se sienta en silencio. Su mirada sigue perdida más allá de las rejas de la pajarera pero tira del brazo de su acompañante para que se siente a su lado. No dicen nada. Durante unos minutos, a su alrededor solo suena el ruido de fondo del viento y el canto de los pájaros encerrados pero, de pronto, la mujer joven parece regresar de su abstracción. Toma la mano de la mujer mayor y la coloca sobre la suya con la palma mirando hacia arriba. Sonríe y, lentamente, inicia una suave ceremonia. Con el dedo índice empieza a recorrer los dedos de la mano que sostiene, subiendo por un costado, bajando por el otro, el meñique, el anular, el corazón, el índice, hasta llegar al pulgar donde se detiene y regresa al punto de partida. Repite la secuencia de nuevo, sin vacilaciones, y entonces se empieza a oír, muy quedo, la voz de la mujer mayor que mira su mano y el dedo que la recorre y canturrea en voz baja “Mariquita de Dios, cuéntame los dedos y vete al Sol”, “Mariquita de Dios, cuéntame los dedos y vete al Sol”.

Levantan la cabeza al mismo tiempo, se miran y sonríen, parece que de los ojos de la mujer joven se quiere escapar una lágrima pero la mujer mayor la enjuga a tiempo con un beso muy oportuno, después abraza a la joven y le acaricia el pelo.

Regresan al cabo de media hora, cuando el sol ya pierde fuerza y de la tierra del jardín empieza a subir un frío que alcanza los tobillos. Cogidas del brazo, con pasos lentos, deteniéndose a veces para mirar una nube dorada o una rama en la que pelean dos gorriones, las mujeres caminan hacia la puerta del edificio de ladrillo rojo.

La enfermera sale del mostrador y se reúne con ellas en el centro del hall. Con gesto cariñoso, se dirige a la mujer mayor.

—¿Qué tal el paseo?
—Muy bien, muy bien.

Se quedan mirando a la mujer joven que se ha separado de ellas y camina torpemente hacia el pasillo principal. La enfermera aprovecha para preguntar en voz baja.

—¿Cómo la has encontrado, Eugenia?
—Yo creo que está peor —contesta la mujer mayor—, ha tardado más tiempo en reconocerme.

Y ahora es en sus ojos donde asoman las lágrimas.


miércoles, 10 de julio de 2013

SERIE NEGRA (II)

Un relato de la Serie Negra, que hacía mucho que no, y con este calor apetecen cosas ligeras (y una caña bien fría o un gazpacho también)









LAS AVES EMIGRAN EN OTOÑO

El hombre de la gabardina avanza por la calle oscura y silenciosa, llega hasta el coche aparcado en la acera y, tras echar un rápido vistazo a su alrededor, abre la portezuela y se desliza, como un sinuoso ofidio, en el asiento del copiloto.
—Buenas, López —dice el hombre sentado al volante.
—Buenas, Costa —contesta el recién llegado—. ¿Qué tal la guardia?
—Un coñazo, tío. Esta tipa se ha propuesto matarnos de aburrimiento.
López va a decir algo pero Costa se le adelanta. Son ocho horas de vigilancia en solitario y tiene ganas de hablar. Está harto, dice. Llevan un mes vigilando a la mujer día y noche y la muy desgraciada aún no les ha dado la alegría de dar un paso en falso. Esa misma tarde ha salido: peluquería, apenas ha tardado dos horas, no se ha encontrado con nadie, no ha ido a ninguna otra parte. Y el resto del día... siempre lo mismo: paseo con el perro, compras en el centro comercial... Un aburrimiento mortal. Pero tiene que estar a punto.
—¿A punto de qué? —pregunta López.
De reventar por algún sitio, explica Costa. No es normal lo que pasa. Hace un mes que ha denunciado la desaparición del marido y en todo este tiempo no se le ha visto un gesto de tristeza ni de desánimo ni un asomo de preocupación. Y, por supuesto, ni una lágrima. Eso solo quiere decir dos cosas: o la tía estaba harta del marido y le ha hecho un favor inmenso al desaparecer  o...
—¿O...?
...o el marido, en realidad, no ha desaparecido, simplemente se ha esfumado y ahora está bien escondido, riéndose de los que llevan un mes buscándole hasta debajo de las piedras y ultimando los detalles de la operación que es la clave del asunto: largarse con la pasta de la empresa después de la suspensión de pagos.
—Vaya —musita López—... no es mala hipótesis.
Es la fetén, asegura Costa, lo dice él, que lleva muchos años en esto. Estos dos pajarracos se están preparando para despegar, chaval. Lo que pasa es que los figuras que llevan el caso parecen tontos, empeñados en encontrar el cadáver como si no estuviera claro lo que pasa. Pero qué otra cosa van a hacer, con lo cómodo que se está en la oficina, moviendo papeles, no se van a molestar mucho más, no como nosotros, horas y horas en el coche jodidos de frío. Y se marcha ya, que tiene el culo de corcho y la parienta le está esperando, que le sea leve.
—Gracias —contesta López—, hasta mañana.


A la media hora de empezar su turno, López saca su teléfono móvil y hace una llamada perdida. Veinte minutos más tarde, un taxi se acerca en sentido contrario y aparca a la puerta del chalet. La mujer tarda un rato en salir. Lleva impermeable, gorro y una pequeña maleta. López sale del coche, se acerca al taxi y se sube casi al mismo tiempo que ella.
Ya en el asiento trasero, López y la mujer se miran. Ella sonríe levemente y entonces él se lleva la mano al bolsillo interior de la gabardina, saca dos pequeñas libretas de tapas oscuras y se las da a la mujer. Ella abre la primera y busca la hoja en la que constan los datos, la fotografía. Lee y levanta la mirada.
—Julián Lesor —dice—... no está mal. ¿Y yo?
—Míralo —contesta López.
Abre el segundo pasaporte y busca su foto, su nuevo nombre.
—Lucía —dice en un murmullo—... Siempre me gustó.
—Y esto —dice López alargándole dos billetes de avión.
La mujer los abre solamente para comprobar el destino: Río de Janeiro. Se los devuelve a López. En la radio, el locutor da el parte meteorológico y anuncia, sin disimular su satisfacción, que debido a las lluvias de las últimas semanas, los pantanos están al ochenta por ciento de su capacidad. La mujer se vuelve hacia López, le sonríe con satisfecha complicidad y luego se inclina hacia delante para dirigirse al taxista.

—Al aeropuerto —dice. Y se pone la maleta sobre las rodillas. 

viernes, 5 de julio de 2013

EL OFICIO DE POETA




¿Y qué decir de la poesía, qué de los poetas?

(Para el maestro Enrique Gracia Trinidad, con la esperanza de que le haga sonreír)











         ACADEMIA DE POESÍA


La voz del técnico llegó a los auriculares: “Treinta segundos y cortamos”. El locutor asintió y se dirigió a su invitado.
—Muchas gracias, profesor Abúndez, por habernos acompañado esta noche en “Cultura para todos”. Charlar con usted es un lujo que nuestros oyentes valoran y merecen, le esperamos la semana próxima para que siga hablándonos de este tema que nos apasiona a todos: la literatura.
—Gracias a ustedes, Ricardo, por contar conmigo. Hasta la semana que viene.
—Esta es su casa, profesor. Y ahora, antes de pasar a nuestra sección “Semiología y Propedéutica”, unos minutos de publicidad.
El locutor se puso en pie para despedir al profesor con un apretón de manos y luego regresó al sillón. Tenía dos minutos para relajarse, los que duraba la cuña publicitaria.

¿Tiene problemas para distinguir a Virgilio de Verlaine? ¿Confunde las metáforas con las sinécdoques? ¿Le agobian las rimas en consonante? ¿Se lía con los cuartetos y los serventesios?
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Academia Parnaso, todo por la Poesía.

El locutor abrió el micrófono.
—Y ahora, iniciando nuestra sección “Semiología y propedéutica”, damos paso a nuestra colaboradora Marilys Tonalto que se encuentra en la sede del Congreso Anual de “Florilegios y florituras” y nos dará cuenta de los asuntos debatidos en la sesión de tarde. Adelante, Marilys…