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martes, 18 de enero de 2011

El corrillo de la Magdalena (I y II)

De momento son solo dos relatos. Si yo no fuera una vaga redomada, lo que va a continuación crecería hasta convertirse en una novelilla de las que le gustan a Sap. Va por ti, sevillano.



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CASA DE ACOGIDA


La primera vez que don Luis Fernando Riol y Espinosa de los Monteros llamó a la puerta del número trece del Corrillo de la Magdalena era viernes y tenía cuarenta y ocho años recién cumplidos. Le abrió, en cumplimiento de sus funciones, el ama Casilda, quien, después del obligado “Buenas tardes, señor”, le hizo pasar a la salita de recibir y, una vez allí, le preguntó en qué podía servirle. El caballero manifestó su deseo de hablar con la encargada del negocio y Casilda, ya impresionada por los modales y por el porte del recién llegado, fue de inmediato a llevar el recado a la dueña quien, paradójicamente, respondía al nombre de Virtudes.
Después de escuchar al cliente con discreción de confesionario, doña Virtudes le hizo pasar al salón donde sus pupilas esperaban, acomodadas en sofás y butacones, con poses lascivas y ropas escasas.
—Escoja, don Luis —le animó.
Pero don Luis, en vez de mirar a las muchachas, se volvió hacia la dueña.
—Verá, en realidad su aspecto me da igual. Yo quiero una que sepa escuchar.
Doña Virtudes quedó perpleja con la petición pero, lejos de mostrar sorpresa, meditó unos segundos y luego le recomendó a Teresita, joven tímida y discreta, parca en palabras pero cariñosa.
—Vamos, querida —dijo, llamándola con un gesto de la mano. Y cuando la muchacha pasó por su lado, camino de la escalera que conducía a las alcobas, aprovechó para decirle al oído: —Luego me cuentas.
Lo que Teresita contó, una vez que don Luis hubiera abandonado la casa, fue que el caballero no había requerido prestaciones carnales. Por el contrario, la había hecho sentar a su lado en el diván, había sacado unas cuartillas del bolsillo de la casaca —y aquí Teresita había aprovechado para admirar su chupa de sarga de seda bordada, su calzón de terciopelo y su guirindola de encaje— y le había leído, con voz cálida y apasionada, no menos de diez poemas dedicados a un amor imposible.
Ante el asombro de las mujeres, Doña Virtudes, acostumbrada a casi todo tipo de caprichos, zanjó la cuestión de inmediato.
—Cosas más raras hemos visto y cosas más raras veremos, hijas mías. Pero lo importante es… ¿te ha pagado?
—Tarifa completa, doña Virtudes.
—Pues no se hable más.
Y así fue como, semana tras semana, don Luis se fue convirtiendo en visita esperada en casa de doña Virtudes porque, animadas por los comentarios elogiosos de Teresita, el resto de las pupilas quisieron pasar por su compañía y aguardaban el día en que les correspondía atender al caballero como si fuera de libranza.
—Qué cosas más bonitas escribe —decía una.
—Se le ve que sufre mucho por ese amor —añadía otra—. Y, por lo que yo entiendo, ha de ser alguien principal…
—Y qué guapo es —suspiraba una tercera—. Lástima que no quiera…

Durante diez años, don Luis fue fiel a su cita semanal, excepción hecha de la Cuaresma, el Viernes Santo y las fiestas de guardar, hasta que, poco después de cumplir los cincuenta y ocho, dejó de acudir a la casa del Corrillo de la Magdalena.
Al principio Doña Virtudes y sus pupilas supusieron una indisposición pasajera y aguardaron semana tras semana con la esperanza de verle aparecer el día menos pensado. Pero pasaron los meses y don Luis siguió sin dar señales de vida. Las mujeres se resignaron a su ausencia y se consolaron pensando que tal vez aquel amor imposible, que tantos poemas le había inspirado, había dejado de serlo.
Casi habían olvidado al caballero de guantes de cabritilla y leontina de oro cuando reapareció, pálido y demacrado, un viernes lluvioso del mes de octubre. Correspondió con afecto a las muestras de cariño de las pupilas y pidió entrevistarse en privado con Doña Virtudes.
—¿Le importaría que habláramos en la alcoba?
A doña Virtudes no le importó y acompañó a don Luis al piso de arriba.
—Nos alegra mucho volver a verle —dijo la dueña.
—Yo también tenía ganas de verlas a ustedes —contestó don Luis.
Y, a continuación, pasó a explicar el motivo de su visita. Estaba enfermo, muy enfermo. Doña Virtudes, siempre discreta, no preguntó el nombre de su mal pero lo averiguó sin esfuerzo al ver el pañuelo de don Luis manchado de sangre.
—No tengo esposa ni hermanos, Virtudes, se podría decir que ustedes son mi familia, si es que me permite considerarlas así. No quiero morir solo ni agonizar durante meses en el Hospital de Incurables. No le estoy pidiendo que me aloje el tiempo que me queda, jamás haría tal cosa, sólo quiero que, si está de su mano, me asista para que el… trámite… sea lo más breve posible. ¿Podrá usted hacerlo?
Doña Virtudes bajó los ojos y guardó silencio unos instantes.
—Creo que tengo lo que necesita.
Se levantó, salió de la alcoba y regresó al poco tiempo. Portaba una bandeja de plata sobre la que descansaba una copa de cristal tallado y un pequeño frasco lleno de líquido negro. Don Luis sonrió.
—Con razón supuse que…
—Las mujeres de mi oficio, don Luis, hemos de tener remedios para casi todo.
Llenó la copa de agua y añadió el contenido del frasco, que se diluyó formando una mezcla de color ceniza.
—¿Qué notaré? —quiso saber el hombre.
—Solo sopor —contestó la dueña.
Le alargó la copa y el hombre bebió con tragos lentos hasta vaciarla. La mujer le acompañó hasta el lecho y le ayudó a recostarse.
—Una cosa, don Luis, ese amor suyo al que escribía todos esos poemas… no es una mujer, ¿verdad?
—No, no lo es.
—Y es alguien… digamos importante, ¿verdad?
—En efecto.
—Lo siento, don Luis.
—No se preocupe, ya no tiene importancia.
El hombre levantó la mirada hacia la mujer y amagó una sonrisa.
—Gracias por todo, Virtudes —murmuró.
—Gracias a usted —contestó ella.
Le apretó suavemente la mano y luego se apartó del lecho, cogió la bandeja y salió de la alcoba. Ya fuera, suspiró hondamente y cerró la puerta con llave para que ninguna visita inoportuna interrumpiera el sueño del caballero.











¡VA!


La luz de la luna llena daba de plano en la tapia del huerto del viejo convento de las Teresianas cuando Santiago Outeriño Ferreiro, que doblaba la esquina que daba al Corrillo de la Magdalena después de cantar las doce en punto y sereno, se dio de bruces con don Aquilino Moncada, caballero conocido en todo el barrio por ser el pío propietario de la panadería “La tahona”. La puerta del número trece se cerraba en aquel momento y Santiago atisbó tras ella la silueta rechoncha del ama Casilda.
—Sa… Sa… Santiago —farfulló el panadero que, de pronto, se había puesto a temblar como aquejado de fiebres y parecía haber perdido su habitual verbo fluido—… Bu… bu… buenas noches…
Desconcertado también, no solo por la brusquedad del encuentro sino por la sorpresa de ver salir al devoto panadero de la casa de doña Virtudes, el sereno tuvo que esforzarse para que le saliera la voz.
—Bu… buenas… buenas son, don Aquilino.
Las miradas de los dos hombres se cruzaron en medio de un silencio en el que apenas llegaba a oírse el rumor del viento y Santiago observó el gesto contraído de don Aquilino, su cara redonda más congestionada de lo habitual.
Apretó con fuerza el chuzo y recordó sus primeros tiempos en la ciudad, a la que había llegado desde su pueblo natal, La Lama, provincia de Pontevedra, con una maleta en la que habían cabido todas sus pertenencias y con la Antonia preñada de su primer hijo. Gracias al párroco de Santa Rita, Santiago había encontrado una habitación en la que vivir realquilados y un trabajo como mozo de cuerda en la estación del Sur. Cuando su segundo hijo estaba en camino surgió la necesidad de cambiar de vivienda y de aumentar los ingresos de la familia. Y fue precisamente don Aquilino quien le sugirió que se presentara para sereno, cuerpo recién reglamentado por el Ayuntamiento.
—¿Sabes leer y escribir? —había preguntado el panadero.
Santiago asintió. Aunque no escribía a menudo, tenía buena letra y sabía expresarse y leía el periódico de corrido.
—Entonces echa la solicitud. Eres alto y fuerte y tienes presencia y buena voz. Seguro que te cogen.
Don Aquilino acertó en su vaticinio. Santiago fue admitido y tuvo la suerte de que le asignaran la parte oeste de su propio barrio. Con un sueldo magro, aunque fijo, se permitió el lujo de alquilar un pequeño sótano en la calle Plateros.  
Pero la Antonia pertenecía a esa clase de mujeres que salen preñadas a las primeras de cambio de modo que, a pesar de las precauciones, las veces que la pareja había hecho uso del matrimonio eran pocas más que el número de sus hijos, número que, al cabo de unos años, ascendía a nueve. Santiago veía que, a pesar del sueldo y las propinas, que en el barrio solían ser generosas, el dinero no alcanzaba y, aunque le hubiera gustado que siguieran en la escuela, no tuvo más remedio que enviar a su hija mayor de vuelta a La Lama, para que cuidara a unos tíos de Antonia, ancianos y sin hijos o parientes que pudieran atenderlos, y poner a trabajar al segundo. De nuevo, el auxilio le llegó de la mano de don Aquilino. Admitió al muchacho como aprendiz a cambio de la manutención y de un salario que no era gran cosa pero aliviaba los apuros de la familia, amén de mandarle a casa, todos los días, con un paquete al que habían ido a parar los restos aprovechables del obrador. Cuando una mañana, de regreso a casa después de su ronda, Santiago pasó por la panadería para darle las gracias al panadero, éste se limitó a decirle:
—Nueve bocas son muchas bocas y Cristo nos enseñó que hay que dar de comer al hambriento.
Inmóvil sobre los adoquines del Corrillo, Santiago no acababa de encajar la piedad de don Aquilino, que sabía auténtica, con el hecho de verle salir de la casa del número trece, pero de pronto recordó que la mujer del panadero llevaba varios meses en cama, atormentada por una enfermedad para la que los médicos no encontraban cura ni apenas alivio.
—Santiago —dijo el panadero echando con su nombre todo el aire que tenía en el pecho—… Santiago yo te pediría…
El sereno sujetó firmemente el chuzo, se caló la gorra y movió los hombros para ajustar el guardapolvo. Las llaves tintinearon en su cintura.
—Usted no tiene que pedirme nada, don Aquilino —dijo con voz firme—, porque yo a usted esta noche no le he visto.
Y, ante la cara de asombro de su interlocutor, continuó:
—Aunque, si alguien me pregunta, juraré que nos hemos encontrado a las doce, a la salida de la Vigilia de Santa Rita.

6 comentarios:

  1. Mira, Vichoff; la 'gorra griega' que me trajeron los Reyes este año y que orna mi ya venerable pelambrera, me la quito y la levanto del orden de ochenta veces.
    Qué bonito, qué bien llevao, qué bien escrito... Gracias mil por lo que me toca.
    :-***

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  2. Mil denadas, corasón. Mi premio es que te haya gustado.
    Cienes.

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  3. Creo recordar que la primera parte, la dedicada a don Luis, ya la había leído. Da igual, si no fuese porque la rodilla dcha. anda chunga, te haría diez reverencias por cada, el sombrero no puedo quitarmelo, no tengo ninguno para el otoño. ¡Qué buena maestra eres!
    Abrazos y besos.

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    1. Gracias, doctora Rosmar.
      Con lectores como tú da gusto escribir.
      Un abrazo muy grande.

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  4. Venga. Escribe ya la tercera parte si es que no lo has hecho. Me he quedado con ganas jooi
    Que bien escribes guapa.

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    1. Eso de que un lector se quede con ganas, Marga, es lo mejor que le puede pasar a alguien que escribe.
      No prometo nada pero, si hay tercera parte, serás la primera en saberlo.
      Un besazo. Y gracias.

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